Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 1 de marzo de 2015 Num: 1043

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

José Emilio Pacheco
hablaba del
Murciélago Velásquez

Leonel Alvarado

Cuando tenga 64 años
Leandro Arellano

El itinerario de
Hernán Cortés

Alessandra Galimberti

La investigación científica
en su laberinto

Manuel Martínez Morales

En torno al
libre albedrío

José Luis González

El mal de la modernidad
y la reinvención
de la política

Marcos Daniel Aguilar entrevista
con Ricardo Forster

Janne Teller, Pierre
Anthon y la nada

Yolanda Rinaldi

Un raro regalo
Kikí Dimoulá

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal

 

Luis Tovar
Twitter: @luistovars

Del fanatismo y otras sinrazones

Christian Díaz Pardo nació hace treinta y nueve años en Santiago de Chile, desde 2001 vive en México, es egresado del Centro de Capacitación Cinematográfica, donde se tituló con el cortometraje Antes del desierto (2009), y ha dirigido además los filmes cortos Los esquimales y el cometa (2004), Declaración jurada (2005), Vuelta de rueda (2006) y Bohemios (2007).

El primer largometraje de Díaz Pardo, titulado González, fue concluido hace un par de años, participó en el decimoprimer Festival Internacional de Cine de Morelia y, por lo tanto, forma parte de la camada notable de largos de ficción que pudieron verse aquella ocasión; lo acompañaron, entre otros, Los insólitos peces gato, Club sándwich y La jaula de oro. A diferencia de éstos, González no había llegado aún a la cartelera comercial –hecho verificado apenas la semana pasada– y nada raro sería que, al momento en que estas líneas sean publicadas, el filme haya desaparecido ya de dicha cartelera, o bien sobreviva escasamente y como arrumbada.

¿La razón? Descontada la proverbial insuficiencia en promoción que suele padecer casi todo el cine mexicano, así como las condiciones desventajosas en las que, como de costumbre, es exhibido, en el caso particular de González deben abonar al desaire, y no poco, la frontalidad y la crudeza con las que su tema de fondo es abordado –a partir de un guión del propio Díaz Pardo en colaboración con Fernando del Razo.

¿El tema? El fanatismo religioso; concretamente, el que puede atestiguarse en Iglesias como la denominada Pare de Sufrir, de corte evangélico. Por mor de corrección se usa aquí el término Iglesias, aunque para denominar esos lugares, uno de los cuales González retrata con absoluta fidelidad, podrían ser empleados indistintamente y con mucha pertinencia conceptos como los siguientes: empresa, franquicia, marca registrada, negocio, despelucadero, atrapaincautos, panda de engañabobos, nido de ratas…

¿Qué se cuenta? La historia es doble, se desarrolla de manera paralela y, conforme la trama avanza, la primera historia va desapareciendo gradualmente para dejarle todo el espacio a la segunda, en una concatenación bien calculada para que, de manera insensible, dé la impresión de que está contándose un solo cuento, a saber: la transformación de González, el protagonista, quien de ser un gris, prescindible, intercambiable, olvidable telefonista del call center adosado al “templo” religioso, adonde ha ido a parar acicateado por el desempleo, pasa a convertirse en un pastor de labia florida, así como de astucia y ambición aún más florecientes.

¿Qué hay detrás? En el fondo, como es fácil desprender de las premisas anteriores, el tema de González en efecto es el fanatismo religioso, y lo que en ella se cuenta es, por cierto, la incursión y el ascenso del protagonista en los ámbitos de esas feligresías entusiastas, inmediatistas, credulísimas e impresionables que atestan galerones y otrora salas de cine reconvertidas a fugaces recintos de alabanza; de todo eso se trata, pero no sólo de eso, ni principalmente. Debajo de la anécdota, crudo y frontal como se dijo líneas arriba, está el meollo: no el fanatismo en sí, con sus claroscuros y sus sinrazones en espiral, susceptibles de adoptar una lógica tan cerrada sobre sí misma que difícilmente atiende cualquier argumento que no proceda de la fe –de la propia, claro está–; no la búsqueda espiritual que, de tan denodada, puede recaer en toda suerte de obcecaciones pueriles, sino la promoción, el cultivo y el aprovechamiento de dicho gesto individual y colectivo del alma; no el sentimiento religioso, respetabilísimo por supuesto, sino su perversión y convenenciera explotación económica; no los beneficios, verídicos o todo lo contrario, de tales y tan dudosas asistencias espirituales en los fieles, sino el resultado de las mismas en el bolsillo de “pastores”, “hermanos” y similares; no la solidaridad y el desprendimiento que uno supondría consustanciales al acto de religar a quienes comparten una misma creencia, sino la vulgaridad y la ambición de quienes han visto en todo ello la oportunidad de medrar, sin importar si para lograrlo es precisa la ejecución de actos delictivos e incluso criminales.

De todo eso habla González, magníficamente protagonizada por Harold Torres –y no menos por Carlos Bardem–, y vale como una bofetada rotunda en el rostro crédulamente desaprensivo de una sociedad que, como la nuestra, busca donde puede asideros para no abandonarse a la desesperanza, sin advertir que a veces los remedios no son tales, sino todo lo contrario.