Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 1 de marzo de 2015 Num: 1043

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

José Emilio Pacheco
hablaba del
Murciélago Velásquez

Leonel Alvarado

Cuando tenga 64 años
Leandro Arellano

El itinerario de
Hernán Cortés

Alessandra Galimberti

La investigación científica
en su laberinto

Manuel Martínez Morales

En torno al
libre albedrío

José Luis González

El mal de la modernidad
y la reinvención
de la política

Marcos Daniel Aguilar entrevista
con Ricardo Forster

Janne Teller, Pierre
Anthon y la nada

Yolanda Rinaldi

Un raro regalo
Kikí Dimoulá

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Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
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La Jornada Semanal

 
Leandro Arellano

Una reflexión sobre el envejecimiento.
“Adonde quiera que me vuelva, veo los signos de mi vejez”, escribe Séneca.

¿Qué es el tiempo? No lo sabemos con certeza. Es un asunto que está más allá de las razones y envuelve la esencia misma del hombre. Es una cuestión a la que la filosofía no encuentra explicación y con la que en general las religiones no se embrollan. Los humanos sólo percibimos su transcurrir con el agotamiento de todo lo que nos rodea.

¡Se envejece tan pronto!, exclamaba asombrado Amado Nervo. El ayer y el mañana qué significan para la mascota echada a nuestro lado, a la que contemplamos envejecer sin remedio, con la impresión de que ella se percata también de que lo mismo ocurre con sus amos. Porque es lo único fijo: el tiempo todo lo abrasa y marchita.

En junio del año próximo, Paul McCartney cumplirá setenta y cuatro años, diez más de los del título de su devota canción: “When I´m Sixty-Four”. La canción forma parte de uno de los álbumes más populares de los Beatles: Sargents Pepper’s Lonely Hearts Club Band, que salió a la venta en junio de 1967. No fue casualidad: la víspera del sacudimiento que provocaron los movimientos reivindicatorios de las juventudes de 1968. 

Los Beatles representan seguramente el grupo, el conjunto por antonomasia de esa corriente que en el terreno musical conmovió y trastocó a la humanidad, al mediar el siglo pasado. El rock primero y una de sus derivaciones, el pop, significan un antes y un después, no sólo en la moda y en la música popular, sino también en el arte en general y en una visión renovada de la vida.

Con sus creaciones, con una nueva sensibilidad y sin propaganda, se impusieron al frente de una corriente que alcanzó todos los continentes. Revolucionaron los hilos y tejidos de la sensibilidad de un mundo que se afanaba en olvidar los horrores de una de las guerras más cruentas –la mayor de la historia en términos de víctimas– y se removía entre la rivalidad de las potencias y la amenaza de un apocalipsis general.  

“Cuando tenga 64 años” es una morosa pregunta que atesora una promesa de amor: la del joven que interroga a su pareja sobre si décadas más tarde, cuando lo invadan la calvicie y las arrugas, ella continuará halagándolo el día de San Valentín y si seguirá obsequiándolo con una botella de vino.

La edad es cuestión de temperamento, se asegura, y la juventud está constituida no principalmente por los pocos años, sino por el anhelo, el entusiasmo y la curiosidad. Persiste la juventud en tanto aguardemos el nuevo día con curiosidad, asegura Adam Zagayevski. Pero la muerte no hace distinciones, abate por igual a hombres que a mujeres, a jóvenes que a viejos o niños.

Por ello importa –a veces– reducir las perspectivas, conviene no perder el compás de nuestra visión. De aquel grupo sólo sobreviven Paul McCartney y Ringo Starr. Contemporáneos todos, John Lennon y George Harrison murieron relativamente jóvenes. No es improbable que su música se escuche por largo tiempo, que su memoria perdure por siglos, si sobrevive la humanidad.

Como muchos otros dragones, aquel junio del ‘67 florecíamos en la adolescencia, con todos los poros abiertos al mundo. Tan alejado se hallaba el siglo XXI que ni nos inquietaba el porvenir ni nos mortificaba un mañana trabajoso. Las aguas que han fluido desde entonces son vastas. Somos y no somos los mismos. Somos los mismos de antes, pero de otro modo. ¿Quién asegura que no es tedioso no ser más que uno mismo?

Ahora la vejez ha llamado a nuestra puerta, nos encaminamos a los sesenta y cuatro sin prisa y sin reposo. El cabello está completo, pero el gris se ha impuesto al negro primigenio. Vera, Chuck y Dave tienen nombre y juguetean en nuestro regazo, en tanto que la botella de vino nos llega solícita y constante. 

“Adonde quiera que me vuelva, veo los signos de mi vejez”, escribe Séneca en carta a Lucilio.

La reflexión sobre el envejecimiento, sobre el paso del tiempo y su huella en nuestra vida terrenal, ha sido asunto de poetas y filósofos; todas las épocas y las grandes civilizaciones han meditado sobre este asunto. Es así porque el proceso humano sufre un desgaste que produce el tiempo, sin eximir a nadie.

Maestros y discípulos de la escuela estoica –sobre todo– meditaron, escribieron y vivieron con la convicción de nuestra naturaleza perecedera. Uno de los más hondos sonetos de la lengua española sobre el paso del tiempo y sus secuelas, fue escrito por Quevedo:

Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.

Salíme al campo, vi que el sol bebía
los arroyos del hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa: vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte;

vencida de la edad sentí mi espada.
Y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.

El curso del tiempo va pautando, con la edad, el término de la vida humana. Morir es parte del destino humano, la parte final, el episodio último. Pero conviene que la conciencia de la muerte se tenga presente tanto en los jóvenes como en los viejos: la muerte no tiene censo.

¿Quién el sol de mañana verá? ¿Cuándo el hilo cortará la parca? ¿Cómo arribará el final? En seguimiento de la filosofía estoica, Ovidio y Montaigne recomendaban que no obstante cuánto sonría la fortuna a los humanos, no pueden sentirse felices hasta que haya transcurrido el último día de la existencia. 

Lo que sabemos de fijo es que a todos nos abate con pie de igual pujanza: el palacio de los reyes o la choza del pastor. Y si en vivir reside la felicidad, no hay que andar de prisa entonces, mejor será detenerse a cada recodo y gozar la luz, el sol y el cielo, rogar porque el camino sea largo y en lo posible sereno.

Ya entrado en años, acaso como consuelo o desahogo, Séneca escribía aquí y allá reflexiones como las siguientes:

Las frutas últimas son las más sabrosas.

En todo placer lo más agradable es lo que está al final...

Gratísima es la edad que ya declina, pero que aún no se precipita...

Hasta se regocija y mofa:

Después, nadie es tan viejo que no pueda esperar un día más.