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Javier Sicilia
La palabra corrompida
En la noche todo se confunde: ya no hay nombres ni formas.
Adamov
En alguna parte de su extensa obra, Octavio Paz escribió con la clarividencia del poeta: “Cuando los significados se pierden, las sociedades se corrompen y se prostituyen.” La afirmación hunde sus raíces en el peso que la palabra ha tenido para Occidente y, más que del mundo helénico, nos viene del universo hebreo a través del cristianismo. La palabra (dabar) crea el mundo, lo saca de su existencia pasiva, “del caos informe” y “de la tiniebla”, dice el Génesis, para hacerlo presente y habitable. Es algo más que nos llegó en el griego del Evangelio: el ser mismo de Dios y del hombre. Nombrar es ordenar el mundo y darle sentido, peso, profundidad. Es también conocer su inagotable misterio. Cuando esa realidad vacila, es decir, cuando hablar carece de una correspondencia con esa profundidad y se convierte en una simple moneda de cambio, el mundo vuelve al caos y a las tinieblas. Si no hay sentido –“Si Dios no existe” diría Dostoievsky por boca de Iván Karamazov–, entonces “todo está permitido”.
Las afirmaciones de Paz y de Dostoievsky tienen su más clara expresión en el mundo moderno. Tiene también su rostro más cruel, no sólo en el nazismo y la lengua alemana –tema que Georges Steiner ha tratado con gran profundidad–, sino en lo que hoy ocurre en México. Repentinamente, la lengua de Cervantes, la de Octavio Paz, la de Juan Rulfo, se contaminó, como le sucedió, durante el hitlerismo, al alemán de Goethe, de Hölderlin y de Kafka –que escuchó, tal vez como Rulfo escuchó para el suyo, la manera en que la jerga de la muerte iba creciendo en su idioma–, de inhumanidad política y de ciertos elementos de la sociedad tecnológica. Para esos lenguajes el mundo y los seres dejaron de ser presencias sagradas, para convertirse –hay que escuchar en este sentido los discursos de Enrique Peña Nieto, de Videgaray o de cualquier político– en resistencias a vencer, a someter y a utilizar con fines económicos y de poder. En la medida en que el lenguaje se vuelve menos denso y rico en significaciones o, en otras palabras, en la medida en que disminuye su fuerza vital, los valores morales y políticos, que preservan el mundo y sus múltiples relaciones, se debilitan hasta instalar en él el crimen. Hoy en día, vuelvo a recordar a Steiner, ninguna mentira es tan burda que no se exprese tercamente en los discursos de los políticos y de los partidos, ninguna crueldad tan abyecta –Ayotzinapa y Tlatlaya son nuestros más recientes emblemas– que no encuentre disculpas en la charlatanería del lenguaje jurídico.
Quizá esta realidad del lenguaje ha hecho no sólo que el horror y sus múltiples formas se hayan instalado en nuestro país, sino que la poesía no tenga ya la fuerza para denunciar y refundar, como lo hizo en otro tiempo, el sentido. Destruido el lenguaje, es decir, reducido a una simple comunicación, la poesía se ha enclaustrado en el gueto de la visión privada, cuyo lenguaje, como si se tratara de otro idioma, hay que aprender en cada poeta para entrar en su revelación. A diferencia de Homero, de Virgilio, de los trágicos griegos, de Dante, de los profetas del mundo hebreo que tenían la capacidad de denunciar el horror y recuperar el alma de un pueblo, el poeta y su lenguaje han quedado, hoy en día, lejos del acontecimiento público y nacional, sin capacidad de incidir, de transformar, de preservar o de refundar el sentido. Ha hecho también que nuestros periódicos, nuestras leyes, nuestros actos políticos –potenciados por la Babel de Twitter, de internet, del mensaje del celular, del Facebook– carezcan de cualquier claridad y seriedad en sus significaciones y, por lo mismo, de posibilidades para refundar la vida de una nación.
Frente a ello, la pregunta que alguna vez planteó Hölderlin y cuya respuesta, que no encontró, lo llevó al silencio, tendrían que hacérsela hoy los poetas en México: “¿Para qué poetas en tiempos de miseria? Una pregunta que vuelve a traer de otra manera y con otro nombre a México la afirmación de Teodoro Adorno: No es posible escribir poesía después de Ayotzinapa. ¿O sí y cómo?
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, y boicotear las elecciones.
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