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Una revisión a las ideas de Kierkegaard, Sartre, Cioran y otros pensadores.
Si el existencialismo es el signo y resultado de una crisis en el pensamiento tradicional y una desorientación, a veces dolorosa, que sufre cualquier persona que detiene, aunque sea por instantes, la marcha incesante de su vida, que abre los ojos, que contempla y que toma conciencia de su existencia, entonces muchos somos de alguna forma existencialistas, aun si se afirma que esta corriente filosófica sólo estuvo en boga durante cierto período y es cosa del pasado.
La melancolía invade el espíritu de quienes están en constante vigilia y que aceptan la posibilidad de ser el resultado fortuito de un conjunto de accidentes naturales, históricos y sociales, con un futuro indeterminado e incierto; que advierten, además, que somos pequeñas partículas en la inmensidad infinita del universo, y que nuestras vidas, como dijera Thomas Nagel, son simples instantes en una escala geológica del tiempo, y no se diga en una escala cósmica. Así, reflexionar sobre nuestra pequeñez y fugacidad, en un insignificante rincón del espacio y del tiempo, rodeados por el infinito y la muerte, equivale a pensar –y sentir– la angustia subjetiva a la que hacía referencia Kierkegaard: “La angustia puede compararse muy bien con el vértigo. A quien se pone a mirar con los ojos fijos en una profundidad abismal le entran vértigos. Pero ¿dónde está la causa de tales vértigos? La causa está tanto en sus ojos como en el abismo.”
Para un existencialista radical, que se siente como si lo hubiesen arrojado en un lugar y tiempo determinados, sin motivos claros, para enfrentarse a diversas situaciones, a sabiendas de que su presencia es importante pero no necesaria, pues en todo momento es absolutamente prescindible, hallarle sentido a la vida resulta poco menos que un sinsentido. Ya lo decía Sábato:
A veces creo que nada tiene sentido. En un planeta minúsculo, que corre hacia la nada desde millones de años, nacemos en medio de dolores, crecemos, luchamos, nos enfermamos, sufrimos, hacemos sufrir, gritamos, morimos, mueren y otros están naciendo para volver a empezar la comedia inútil. ¿Toda nuestra vida sería una serie de gritos anónimos en un desierto de astros indiferentes?
Para problematizar aún más estas ideas, el humano no sólo se enfrenta al abismo que se percibe en la escala del macrocosmos, también debe asumir su existencia frente a los misterios del microcosmos: los átomos, las moléculas y las células. Como afirmaba Salvador Borrego: “La complejidad de una galaxia compuesta de 400 mil millones de estrellas es asombrosa. Y sin embargo, un ‘simple’ ser humano es todavía más complejo.” No nos explicamos muchas cosas que ocurren en nuestro interior, ni a nivel fisiológico ni emocional, ni mental ni espiritual. Inclusive, no sabemos a ciencia cierta si todo, en el universo, está sujeto a una ley inflexible de causa y efecto, en forma mecánica. ¿Estará trazado desde el inicio un destino predeterminado? De acuerdo con Arthur Koestler, “el modelo del universo como un mecanismo de relojería, típico del siglo XIX, se ha derrumbado. Con el advenimiento de la teoría cuántica y de la relatividad, el mismo concepto de materia ha perdido toda solidez, de forma que el materialismo ya no tiene derecho a proclamarse una filosofía científica”.
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Claro, a muchos les podría causar antipatía el pesimismo y la incertidumbre que expresan las palabras anteriores. Seguro que sí. Pues una cosa es que al universo no se le halle ningún sentido, pero otra es que a alguien individualmente se le cuestione su propio sentido en la vida. Así de paradójicos somos. Cioran sentenciaba en ese sentido que:
Uno puede decir con toda tranquilidad que el universo no tiene ningún sentido. Nadie se enfadará. Pero si se afirma lo mismo de un sujeto cualquiera, éste protestará e incluso hará todo lo posible para que quien hizo esa afirmación no quede impune. Así somos todos: nos exoneramos de toda culpa cuando se trata de un principio general y no nos avergonzamos de quedarnos reducidos a una excepción. Si el universo no tiene ningún sentido, ¿habremos librado a alguien de la maldición de ese castigo? Todo el secreto de la vida se reduce a esto: no tiene sentido; pero todos y cada uno de nosotros le encontramos uno.
Bueno, está bien. No tiene sentido pensar tan en grande, como el macrocosmos, ni tan en pequeño, como el microcosmos, si sabemos de antemano que el entorno nos supera con creces. Rodeados del infinito, siendo finitos, quedamos reducidos a la insignificancia, pero si le logramos hallar algún sentido a nuestra breve vida individual, tal vez es porque algo, aunque sea mínimo, podemos hacer. ¿O ya está echada la suerte? ¿Y el libre albedrío? ¿Habrá algún espacio en el que podamos elegir y ejercer nuestra libertad de acción? ¿Es posible ser autónomos frente a las circunstancias históricas ya dadas?
Según Jean-Paul Sartre, citado por Fernando Savater, lo primordial en el hombre es el hecho de que existe y que debe inventarse a sí mismo, sin estar predeterminado por ningún tipo de esencia o carácter inmutable. Dice él que siempre estamos abiertos a transformarnos o a cambiar de camino. Pero pregunta:
¿Y las determinaciones que provienen de nuestra situación histórica, de nuestra clase social, de nuestra situación económica, familiar, laboral o de nuestras condiciones físicas o psíquicas, será que condicionan y limitan el libre albedrío? ¿Y los obstáculos que la realidad opone a nuestros proyectos?
Para este filósofo, tampoco nada de esto impide el ejercicio de la libertad. Es uno quien elige resignarse a su situación o rebelarse contra ella y transformarla. Es uno quien descubre las adversidades de su cuerpo o de su realidad al proponerse objetivos que las desafían.
También Karl Marx, sobre este particular, decía: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen simplemente como a ellos les place; no la hacen bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo circunstancias directamente encontradas, dadas y transmitidas desde el pasado.” Aunque debemos ser cuidadosos, pues este aserto nos confronta a dos falacias: la de suponer que como sujetos sociales estamos (pre)determinados como autómatas por estructuras de cualquier tipo, y la de irnos al extremo opuesto de pensar que nuestra libertad de acción no conoce límites.
Respecto a la cuestión de la autonomía, la frase de Marx es una ecuación. Cuanto más se hace efectiva la historia personal menos peso tienen las circunstancias no elegidas. Sin embargo, a veces estas últimas son tan abrumadoras que no parece quedar espacio alguno para hacer la propia historia. La autonomía, a decir del antropólogo Alejandro Grimson, “es la ampliación del espacio para hacer la propia historia; el trabajo para restringir el peso de las circunstancias ‘objetivas’. Así, empoderarse implicaría hacer nuestra propia autonomía, en tensión con las objetividades que nos rodean”.
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