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Ingrata
Ingrata, no me digas que me quieres
tú desprecias mis palabras
Café Tacvba
No es característico de la maquinaria televisiva el agradecimiento como no sea de dientes para afuera, por efecto, para el homenaje insulso, de “alfombra roja” y paparazzi. Ni siquiera con sus más entregados personeros, ni con sus cabilderos políticos, a los que tanto debe, ni con aquellos trabajadores que desde la anonimia colectiva la echan a andar, la mantienen funcionando: los barones de los medios masivos no comparten su fortuna, pagan “lo que marca la ley” y nomás. Poco pueden esperar de los consorcios televisivos, como no sea dinero en corto o alguna posterior, eventual chambita, los presuntos legisladores que protegieron los intereses corporativos de las empresas en lugar de ver por el bien público cuando con las leyes secundarias en materia de telecomunicaciones recién traicionaron flagrantemente sus propias investiduras y responsabilidades (aunque poco debe importarles, conocida que es en la mayoría de los casos la calaña que los agrupa, su anemia moral).
Aquellos que construyen la televisión en México no la tienen mejor como no sea, otra vez, en la retribución inmediata. Después les esperan traiciones, vetos o un deliberado olvido alimentado por una indiferencia cruelmente administrada a sus respectivas carreras como actores, productores o guionistas. Es cosa sabida entre quienes trabajan o han trabajado para las televisoras en México que en su seno se cocinan las grillas más encarnizadas, los pleitos escandalosos, rencillas de cicatrización imposible. Es legendario el rencor que Televisa o TV Azteca dedican a aquellos que contravienen sus designios de señor feudal.
Fundamentada en el modelo empresarial estadunidense que solamente ratifica su conveniencia en función del lucro –a diferencia del que fue el modelo inglés, en el que la televisión era vista primordialmente como un medio de interés público aunque adicionara el atractivo comercial– la televisión suele exprimirle el jugo a la gente para ir dejando detrás un reguero de cáscaras. Si hace gala de agradecimientos es porque forman parte del decorado. Son de utilería. La paradoja es que siendo un medio que construye leyendas, éstas son apenas virtuales. Personalidades, personajes e historias que parecen a veces monolitos inamovibles del mundo moderno y que fueron sensacionalmente forjados en la televisión, son en realidad de sustancia volátil y efímera, casi siempre carentes de materia más allá del truco imaginativo. Y olvidables. Programas que fueron hitos occidentales de la cultura pop hoy apenas son recordados por unos pocos –claro, están las brechas generacionales, pero en otros ámbitos como la música, el cine o la literatura la perdurabilidad es inherente a los iconos. Escarbar en estos ejemplos de cómo se vuelve intrascendente lo que parecía magnífico, que parecía que siempre estaría allí o que creó modas y furores, es un poco morboso, pero útil para nutrir el ejemplo: El Agente de c-Pol, La Familia Partridge o Los Polivoces se esfumaron igual que Paco Malgesto o el mismísimo Jacobo Zabludowsky cuya vocería gubernamental era prácticamente ley. De quienes parecían apuntalados líderes de opinión en la comentocracia televisiva, como el categórico Agustín Barrios Gómez, no queda ni siquiera su muletilla, aquella con la que rubricaba cada cápsula: “Usted… ¿qué opina?” Ni siquiera quedan más que deslavadas, sosas ocasionales copias de los famosos comentaristas del futbol televisivo, gran negocio de los consorcios que han hecho de los equipos y el deporte una vasta franquicia – allí el ejemplo impepinable de Televisa, el América y el Estadio Azteca– como Ángel Fernández, sangrón pero de inigualables pulmones, o aquel arrogante Fernando Marcos que, guste o no el deporte de las pelotitas, hicieron escuela en locución narrativa.
En un medio que se pretende capaz de adaptarse a las necesidades y cambios de la sociedad solamente prevalecen, sin embargo, algunos de sus rasgos menos amables. Uno es su proverbial estupidez, su aparente repulsa a la inteligencia. Otra es su vocación servil con el tartufo en turno, persiguiendo de modo evidente pero taimado el poder detrás del trono –hoy más evidente que nunca– y sobre todo, su inocultable vocación de acumular riqueza y hacer de gente sin grandes méritos personales, como son los dueños de las televisoras –uno por cabildeos turbios en la adquisición de un medio nacional durante la fiebre privatizadora del salinismo y el otro por simple herencia al morir el padre– crasos arrogantes que se creen dueños de la nación.
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