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Una cita en Montparnasse
Esther Andradi
Mi francés no es bueno. Mejor dicho mi pronunciación es desastrosa. Cuando camino por este boulevard y pregunto por el Cimetière de Montparnasse comiéndome varias vocales y pronunciando el resto con desgano como se habla francés, nadie me entiende. Pero si formulo la misma pregunta en español me responden “tout droit” con convicción. Así que sigo derecho hasta encontrar el cementerio de Montparnasse. En el Parnaso donde la muerte se vive con gloria.
Es el centenario de Julio Cortázar y el Salon du Livre, la feria del libro más importante de Francia, le rinde homenaje a este argentino que nació en Bruselas y murió en París, y que dedicó su vida a inventar nuevas categorías humanas como cronopios y famas, a escribir Rayuela, la novela que dibujó una nueva estructura para llegar de la tierra al cielo, y a publicar cuentos inolvidables e instrucciones absolutamente imprescindibles para dar cuerda a los relojes y subir escaleras.
También yo llego a esta fiesta de los libros en París, donde por todas partes circula gente portando bolsas de plástico con esa foto del rostro de Julio y su cigarrillo en la boca, a la manera de un Jean Paul Belmondo, pero buen mozo. Y quiero visitar la tumba de Julio y Carol Dunlop en Montparnasse, el cementerio de ilustres difuntos de las artes y las letras y con más de un millar de árboles en pleno centro de la ciudad, según anuncia el plano en la entrada principal. Soy bastante torpe para leer mapas de cualquier tipo, pero llegar a la tumba del autor de Rayuela no es complicado. Sobre todo porque cuando voy encarando hacia la División 3 donde se encuentra, siento la misma ansiedad de cuando era niña y podía descubrir sin mirar los escondites donde los adultos ocultaban aquello que yo buscaba.
La morada de Julio y Carol está custodiada por un caballo memorable, obra del escultor César Baldaccini, que reposa a un salto de allí, y por la tumba de los ositos que, por un momento de despiste, casi creí que era la de ellos, pero no. La de los ositos no tiene nombre. Aunque este cimetière, fundado en 1824, es de notables, así que toda tumba tiene su historia.
Acá descansan las glorias de Francia y de México, de Perú, de Argentina... Gente del cine y las letras, del arte y las ciencias, la política y la filosofía se disputan palmo a palmo cada centímetro de cemento. Quiero decir de tierra esculpida. Porque los árboles de Montparnase, que figura como espacio verde del Distrito 14 de París, flanquean las avenidas que llevan a las secciones de las tumbas. Después todo es cemento. Acá se lucen los escultores en la eternidad.
La tumba de Carol y Julio está llena de flores, piedras de colores, un ejemplar de una revista de poesía, el dibujo de una rayuela donde alguien escribió “lo peor es que me hubiera salido perfecta”. Está bien, me digo, cuando la encuentro, y converso con Julio mientras salto una rayuela mental en busca del cielo al que no llego. Pero me quedan varias piedritas en los bolsillos para ir regando por las tumbas que tengo previsto visitar. Verdad que podría pasarme toda la mañana entre estas eternidades, pero debo correr al Salon du Livre que se inaugura hoy jueves, así que sólo un par de visitas más: el poeta César Vallejo, Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre. Y después partir, como dice el tango.
Llegar hasta Sartre y Simone es un paseo, ahí nomás a la derecha del ingreso. Varias mujeres se sacan una foto con Simone. Aprovecho un instante de luz para acercarme y, mientras acaricio la piedra, pido soberanía, firmeza y alegría a la dama que alumbró con El segundo sexo mis veinte en plena militancia y durante mi primer embarazo.
Ahora parto en busca de César Vallejo, para saludar al gran poeta peruano antes de decir adiós al Parnaso y volver a los vivos con los libros. El sitio está claramente indicado en el plano y me dirijo hacia él: División 12, tumba número 91, casi en la intersección de avenidas. Llego al lugar y nada. No encuentro a César Vallejo. Comienzo a caminar, a leer las inscripciones, a adivinar las posibles decoraciones, un libro, una flor, un pan saliendo del horno. Mientras rastreo a César, encuentro a Saúl Yurkiévich, el poeta argentino albacea de Julio Cortázar hasta que en 2005 la muerte lo sorprende en una carretera en la niebla. Salud, Saúl. Susan Sontag también se muestra acá, su nombre emergiendo desde un mármol negro, como el negativo de una foto. Y Joris Ivens, chapeau gran maestro del cine. Tropiezo con Gisèle Freund, la fotógrafa que nació en 1908, frente a mi casa en Berlín, que huyó de los nazis a Francia en 1933, y de París a México desde donde recorrió Sudamérica, fotografió a Evita, fue amiga de Frida Kahlo y Diego Rivera... Y más allá me topo con Samuel Beckett y Jean Seberg. ¿Pero Vallejo, dónde estás que te estoy buscando?
No me resigno. Vuelvo a recepción con la esperanza de que haya un error de imprenta en mi plano. Pero no, he leído bien. Y el encargado se ocupa de dibujar con su lapicero el lugar exacto donde debo mirar para encontrar la tumba que está ahí, pero no en la primera fila sino... Regreso.
Y en el camino, ya decidida a encontrarlo, llego sin saberlo a Carlos Fuentes, que aún no figura en el plano por ser una tumba reciente. Como tampoco está registrada la tumba de Stefan Hessel, el más joven de los nonagenarios, enterrado aquí hace apenas un año, el autor intelectual de los indignados... y ya no miro más. Frente a mí se yergue la estatua de un mártir de la revolución de 1848, y la leyenda anuncia que representa a todos los muertos en esa insurrección donde los obreros de París inventaron la primavera. Dejo las piedras de mis bolsillos junto al mártir porque ahora sé. Vallejo, el poeta generoso, ha escondido su lápida para llevarme de la mano a descubrir Montparnasse. Su tumba es incierta porque trabaja como lazarillo de los peregrinos que van en su busca. Seductor el poeta detrás de esa mirada tan triste, que anunció que moriría en París, con aguacero y un jueves de otoño. Pero no hay peligro. Hoy brilla el sol, la primavera estalla en brotes y no hay amenaza de lluvia por ninguna parte.
Aunque sea jueves.
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