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Psique, la refundación del mito
Psique, teatro e interdisciplina, bajo la dirección de Rocío Carrillo, es un reinvención audiovisual del mito clásico. Sin dramaturgia evidente transcurre en la escena, por momentos como si se tratara de una coreografía, en otros como si fuera el prólogo de una ópera. Todo profundamente embellecido por un trabajo de iluminación, escenografía, música, sonido y vestuario que abriga este concierto de casi personajes, funciones, objetos animados que transitan la escena a través un poderoso conjunto actoral/vocal.
No hay una dramaturgia que vertebre el texto. Esa tarea se la dejan al espectador, que tiene que recurrir al programa de mano para hacer legible el conjunto de personajes que propone Carrillo. Esa estrategia ya se vio en Laberyntho, donde la traza justo era una arquitectura cuyo eje consistía en la elección de una ruta, como su nombre lo prefigura.
Sin embargo, aquí se las arreglan con un personaje que se enreda en una historia de amor con quien no debía y que será sometida a un conjunto de pruebas para apoderarse del amor. Son las tareas de un mundo social/simbólico que amansan al amante que desafía el orden del destino, de la finalidad, en la que se agita la pasión.
Es posible que sin el programa de mano sea imposible entender la historia que está en escena, bajo un orden de causas y consecuencias derivadas de acciones y tareas concretas a los ojos del espectador. No importaría si todo aquello que les pasa a los personajes ocurriera fuera de ese mundo que llamamos interno, pero el amor es un asunto transferencial que se moviliza en un orden simbólico.
Muchas de las cosas que suceden tendrían múltiples lecturas e interpretaciones si no se contara con una guía textual como la que ofrece la directora. Nos encontramos con un desafío ya trazado: Afrodita tiene que soportar la competencia de Psique hasta que se cansa y le manda a su hijo Eros disfrazado de Tánatos para que acabe con ella.
Sin embargo, su torpeza –la del destino mismo– hace que Eros se pinche con una de sus propias flechas, lo cual lo hace caer enamorado y proteger a Psique a escondidas de la ira de su madre. Para ello condiciona a la joven a contener su curiosidad, no indagar su identidad ni hacer preguntas.
Psique sucumbe a la curiosidad. ¿La curiosidad y sus consecuencias admitirían una lectura contemporánea, pre o postfreudiana? Eros castiga su curiosidad abandonando a Psique, quien, desdichada, acude a Afrodita para rogar por el regreso del amado. Afrodita le impone tres pruebas que transcurren sobre la escena y esas son las tareas que agotan el tiempo de la representación: separar una enorme cantidad de semillas, obtener una joya de la guarida de una manada de carneros salvajes y la última, la más peligrosa: bajar al inframundo y pedir a Perséfone, diosa de los infiernos, que deposite un ungüento mágico para conseguir la belleza eterna en una caja que debe entregar a Afrodita una vez que saliera del Hades. Psique paga todas las deudas y se resiste a todas las seducciones, las de Caronte, Pan y las Moiras, pero no a probar el prometedor ungüento que proporciona la belleza… y la fatalidad.
¿Qué intenta decir, qué puede decirnos hoy la relectura de un mito donde el amor en realidad es un rito iniciático que debe someterse al orden del trabajo como merecimiento; donde la envidia femenina de la poderosa Afrodita sobre la joven doncella es uno de los obstáculos mezquinos que intenta separar a unos amantes que se hechizan como resultado del equívoco?
¿Qué significa que el demiurgo escénico le dedique a su hija el trabajo artístico, en el programa de mano? El espectador no sabe si esa hija es un recurso retórico del director que coloca en lo real algo de lo que se vive en escena, y pretende reescribir la historia de rencillas que contiene la obra y la ofrece al futuro, a su descendencia, al teatro mismo, como un legado con el que habrá de cargar. O ¿tendríamos que conformarnos con una lectura literal y creer que existe una hija de Rocío Carrillo?
La puesta muestra un equipo de trabajo que borda fino sobre una trama escénica donde todo está calculado. El entrenamiento vocal de Margie Bermejo afina una melodía sobre la que tejen el diseño de sonido y la musicalización de Betsy Pecanins y Ulises Pérez. El vestuario de excelencia está repartido entre Erika Gómez, Luis Pablo Montaño y Juan M. Marentes, que se completa con las máscaras de Arturo Vega y el video de Alain Kerriou. Todo iluminado y dirigido por la mano de luz de Rocío Carrillo.
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