Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 16 de febrero de 2014 Num: 989

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Mihai Eminescu
Vasilica Cotofleac

Adrián
Marin Malaicu-Hondrari

Cuatro poetas

Carta sobre una
literatura periférica

Simona Sora

Poema
Radu Vancu

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Minificciones
Mario Sánchez Carvajal
La Otra Escena
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Bemol Sostenido
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Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Enrique Héctor González
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Street art en Bucarest

Adrián

Marin Malaicu-Hondrari

Por mucho que trate de evitarlo, las luces en la distancia, su balanceo sobre el agua, me recuerdan a Rimbaud. Rimbaud el poeta y Rimbaud el barco. Por supuesto que tenía un nombre oficial, que he olvidado. Nosotros, es decir, María y yo, lo bautizamos Rimbaud. Un pequeño barco de crucero, pequeño en comparación con el que había seguido yo por los puertos del Mediterráneo, pero coqueto y muy bien conservado. A pesar de eso, había terminado amarrado para que lo desmantelaran. Le quedaban unas cuantas semanas de vida. El amigo de María, el que les abastecía de hierro, había comprado el barco por cuatro centavos. Como Javier estaba en un congreso en Holanda por tres semanas, María y yo nos instalamos en el barco. Todo funcionaba impecablemente todavía. María había descubierto que las baterías del barco tenían una autonomía de mínimo un mes. Aun así, para no llamar la atención por la noche, sólo encendíamos las luces del interior. La primera noche que pasamos a bordo inspeccionamos por dentro el barco. Como todo estaba en su sitio, desde el papel higiénico en su soporte hasta la máquina de café del bar, teníamos la sensación que de un momento a otro las cubiertas se iban a animar, el restaurante iba a cobrar vida, la mini discoteca se iba a llenar hasta el tope. Íbamos por los pasillos y decíamos: vamos a ver qué hay aquí. Subíamos y bajábamos las escaleras, después descubrimos que funcionaba hasta el ascensor y bajamos con él hasta a donde se podía bajar, es decir, hasta el sitio destinado al transporte de coches. Era un espacio enorme en el que hasta el más débil sonido reverberaba. La cubierta era de hierro, con una mano de pintura en la que nuestros zapatos rechinaban de manera insoportable. ¿Te das cuenta de cuántas obras se pueden hacer con esta cubierta? decía María. Es una pena que se desperdicie tanto hierro. Veremos, puede que compremos una tonelada o dos de más... pero al fin y al cabo, qué es una tonelada en toda esta inmensidad.

En el día no nos dejábamos ver demasiado, pero de noche salíamos y nos sentábamos en la cubierta que daba al mar y María me leía Marina y El barco ebrio, de Rimbaud, pero sobre todo Marina. Bebíamos y fumábamos. Cada noche elegíamos un camarote distinto para dormir. En uno de los camarotes encontramos un par de borceguíes, lástima que no fueran de mi talla; en otro María había encontrado un reloj de señora; estaba convencida de que si le cambiaba la pila iba a funcionar y así me lo confirmó, le puso una pila nueva y el reloj empezó a hacer tic-tac. Lo llevaba en la mano derecha, aunque nunca la vi usarlo, porque después de Rimbaud todo se fue a pique. Pero todavía no lo sabíamos, el destino aún estaba de nuestro lado, nos permitía abrazarnos por la mañana, deambular desnudos, como dos fantasmas, al borde de la piscina, sentarnos a una mesa en un restaurante que siempre encontrábamos desierto, ser disc jockeys, lavarnos los dientes con el cepillo del otro, jugar al billar hasta desfallecer, contar los extintores y las revistas porno del barco entero, pensar en el suicidio como la única posibilidad para morir juntos, ya que de vivir no se podía ni hablar. Sé que soy una cobarde, decía María. Yo pensaba que sólo era prudente. Envejezco, le dije, no sé cuánto voy a poder seguir llevando la vida que llevo ahora. La mayoría de las veces ya no sé por qué estoy en un sitio, qué lengua tengo que hablar. En todas partes hay una especie de niebla. Me subo al avión con niebla, compro pan con niebla, hasta el gesto más nimio lo hago con niebla y sólo si es imprescindible que lo haga. Como ayer por la mañana cuando la niebla nos ayudó a que saliéramos a la cubierta, y cómo a través de la niebla llegaban hasta nosotros los ruidos de este astillero, exactamente como llegan a mi mente todos los ruidos del mundo. Sólo sé que quiero estar contigo, ¿pero cuánto he hecho por estar contigo? Tendría que raptarte, bajar ahora a la sala de máquinas y encender los motores. Soy tan cobarde como tú, decía, y María callaba, no encontraba nada que decir, para qué repetir lo que nos habíamos dicho ya tantas veces o añadir un matiz nuevo con el que no habríamos hecho más que perder tiempo.

A veces, después de que María se quedaba dormida, salía a la cubierta y escuchaba los carros de plata y de cobre, inhalaba el aire salado como si fuera humo de cigarro e intentaba adentrarme con la mirada hasta más allá de las luces que flotaban por las aguas las proas de acero y de plata baten la espuma, me acodaba en la balaustrada de metal inoxidable, oía el tic-tac delicado de un relojillo encontrado en un paquete siete mil años antes alzan las cepas de las zarzas miraba a todas partes como si quisiera asegurarme de que estaba solo las corrientes de la landa y las roderas inmensas del reflujo corren circularmente hacia el este y justo después reflexionaba profundamente, mucho más profundamente que la profundidad de las aguas que contemplaba, en todo lo que había sido mi vida hasta entonces hacia los pilares del bosque hacia fustes de la escollera y ataba cabos, como si la altitud del punto en el que me encontraba me diera la suficiente distancia para tener una vista global de los acontecimientos cuyo ángulo golpean torbellinos de luz.


Street art en Timisoara

Otras veces salía María y yo me levantaba solo en la cabina y entonces, cuando tenía que rastrearla y encontrarla, me daba cuenta de que estábamos en una casa flotante, notaba un leve balanceo y un crujido cadencioso, miraba al espacio vacío que había dejado María y salía en su busca. Por suerte no podía estar más que en unos cuantos sitios: en el bar, en el restaurante, en la discoteca, en la piscina o en una de las cuatro cubiertas. Un día, después de buscarla durante cerca de una hora, tuve que llamarla. Me respondió enseguida. Estoy en una cabina, me dijo. ¡Dios mío! No lo podía creer. Pero hay unos cuantos cientos de cabinas, María, además de las cabinas de teléfono de la ciudad, dije. Es una opción, pero desgraciadamente cada vez hay menos, como bien sabes. Ya no sé si te he dicho que ha desaparecido la cabina del camping desde donde me gustaba llamarte. Mejor dime dónde estás, dije. Estoy en el ascensor, has pasado junto a mí, baja a la cubierta tres, me dijo. La encontré sentada a lo indio en la cabina del ascensor. Había bloqueado las puertas y parecía mirar con mucho interés las escaleras que subían de la cubierta tres a la cuatro. Le pregunté qué hacía allí. Me dijo que pensaba en una escultura que empezara en la base de una escalera en forma de espiral y que subiera hasta el último piso. Lo ideal sería que el inmueble tuviera cuatro o cinco pisos y que la escalera fuera de mármol o madera. Imagínate la espiral de las escaleras y luego, partiendo de la base, una obra en metal, vertical, algo simple, minimalista, dos paralelas de hierro desiguales en el extremo de arriba. Me miró y sonrió. Lo veo, dijo. A mí no me quedaba tan claro. Deja, dijo, que te lo dibujo en un papel. Le ayudé a levantarse. Si llevas la camisa esa horrorosa. Le dije que era la camisa que ella me había regalado en Córdoba. Se echó a reír. ¿Yo? Ni drogada compraría algo así. Después le dije la verdad. Era la camisa que había olvidado quitarme cuando estuve en Berlín, era de The Great. Ah, eso sí, ahora entiendo. Estaba dos escalones por encima de mí, nos dirigíamos al bar cuando se detuvo y giró hacia mí y tuvo que inclinarse para que nos pudiéramos besar, y apenas nuestros labios se rozaron, se oyó un ruido estremecedor que nos sobresaltó, aunque seguimos besándonos hasta que se oyó otro ruido igual de fuerte, igual de horrible. Corrimos a la cubierta para ver qué pasaba. Nos quedamos paralizados cuando vimos sobre nuestras cabezas el brazo inmenso de una grúa. Después se oyeron voces. Escapamos hacia la otra parte de la cubierta y vimos cómo un puñado de hombres subía a bordo. Está claro, dijo María. Lo van a desmantelar. Y la tristeza de su voz invadió su rostro. No puede ser, dijo. Espero que no tengamos que dejar el barco. No ahora, espero. Hizo una llamada. Hablando se alejó de mí. Pensé que había llamado a Javier. Se detenía, daba unos pasos, después se detenía otra vez, venía en mi dirección, con la mano libre se cogía el pelo por la espalda, después se volvía y se alejaba. La seguí unos pasos más atrás, sus espalda recta me hacía recordar unas fotos que le había tomado en Valencia. Terminó de hablar, después me dijo que podíamos quedarnos cuanto quisiéramos. Había hablado con su amigo y éste le había dicho que mientras el barco siguiera en pie, podía estar tranquila y elegir todo el hierro que quisiera de donde fuera. O sea que nos quedamos, dijo. Nos quedamos y nos dirigimos juntos al bar. Habíamos encontrado un juego de té inglés y lo usábamos cada vez que nos apetecía uno. Me recordaba las tardes en las que me encontraba a Vanessa y a Myriam bebiendo mate en el salón. Ponían las hierbas en un recipiente que terminaba en una pezuña de cabra. Tenía un aspecto extraño, por lo menos para mí, pero Myriam lo había traído de Argentina, así que lo usaba con devoción. María no era consumidora de té, por lo que ponía whisky en la taza, lo que para mí era impío, hasta que me saturé de infusiones de cinco minutos y transformé el juego de té en juego de café.

Una vez, mientras intentaba hacerse las uñas, sin demasiado éxito, refunfuñando cuando la punta de las tijeras acababa donde no debía, me preguntó qué parte de mi cuerpo no me gustaba. Le dije que nunca había pensado seriamente en mi cuerpo, que no lo había analizado, que me parecía un accesorio. ¿Un accesorio de qué?, quiso saber. Un accesorio de no sé qué. Todo lo que puedo decirte ahora, de improviso, es que no me gustan las partes que a lo largo de mi vida me han creado muchos problemas y grandes dolores, como son los dientes o las espinillas. También me ha dado bastantes problemas este lunar del antebrazo, como está muy cerca del codo a veces me doy golpes ahí. Me dijo que Javier tenía un lunar, uno mucho más grande que el tuyo, precisó, del tamaño de una verruga pero sin ser una verruga, y lo peor es que lo tiene en el hombro izquierdo y se le olvida, y cuando carga algo en el hombro se le irrita y a veces le sangra. Duele bastante, creo, añadió María; después le pregunté qué parte de su propio cuerpo no le gustaba. Las pantorrillas, me dijo. Le hubiera gustado tener las pantorrillas más finas.

Por las noches seguíamos saliendo a la cubierta y cada vez veíamos aquel brazo inmóvil de la grúa y nos recordaba que nuestros días en el barco no eran ilimitados. Veíamos los estragos que habían hecho los obreros. Observamos, estupefactos, que había desaparecido la piscina y una parte de la cubierta superior, después el mobiliario del restaurante y del bar, habían quitado también el piso de madera. Una mañana nos levantamos porque nos resbalábamos de la cama. Dios mío, grité, María, levántate, la nave ha escorado. Salimos a la cubierta y nos vimos en medio de un verdadero astillero. Un ejército de obreros chinos pululaba como hormigas. Cortaban, desatornillaban, arrancaban, desmontaban. Las provisiones de queso y embutido habían desaparecido. Encontramos unas cuantas galletas y unos sobres de té. Donde había estado el ascensor, ahora se abría un cráter. La zona de los camarotes donde habíamos dormido dos días antes ya no existía. Ibas a lo largo del corredor y, de repente, arriba, veías el cielo y abajo un abismo. La grúa movía el brazo lentamente sobre nuestras cabezas. Le dije a María que podíamos sabotear el trabajo entero, hacemos que no funcione la grúa. ¿Cómo? me preguntó ella. Lo único que se me ocurrió fue echar azúcar en el depósito de gasolina. María sonrió. La época de los guerrilleros serbios ya pasó, dijo. Tuvimos que elegir con mucho cuidado el sitio para dormir. Bajamos a la cubierta tres, parecía intacta, así que elegimos una cabina de allí. Soñé que el agua se filtraba bajo la puerta del ascensor y que María apretaba el botón de un piso más arriba y subíamos, pero en cada piso, antes de que las puertas se abrieran, un hilillo de agua con residuos de orín se colaba bajo las puertas del ascensor, y subíamos un piso más y el agua nos alcanzaba y así siempre hasta que ya no teníamos a dónde subir, se habían acabado los pisos, y cuando se abrieron las puertas del ascensor abracé con desesperación a María, pero no pasó nada, veíamos el cielo por todas partes, no existía la cubierta, no teníamos cómo bajar. Estábamos suspendidos y, de repente, de muy abajo, oí voces de chinos y entre ellas reconocí la voz de Javier, él también hablaba chino y empezábamos a desplomarnos a gran velocidad. Me levanté gritando y María se asustó, después me dio una toalla para que me secara el sudor. Vamos a fumar un cigarro a la cubierta, le dije. De camino vimos, a través de la puerta de cristal de la recepción, algunos cuerpos tendidos en el suelo. Nos acercamos para ver mejor. Por lo menos veinte chinos dormían directamente sobre la alfombra, vestidos con overol, en un desorden increíble. Daba la impresión de que se habían desmayado, que no se habían dormido por su propia voluntad. Era un desorden increíble de manos, piernas y cabezas; parecían cadáveres en un campo de batalla o, en palabras de María, cabellos entre los dientes de un peine. Uno de los obreros abrió los ojos y se quedó atónito cuando nos vio, después sonrió, se levantó y se acercó a nosotros. Parecía un niño. Retrocedimos unos pasos. Parece inofensivo, dijo María. Cuando se acercó, nos dimos cuenta de que realmente era un niño. Necesitaba cigarros. Le dimos unos cuantos. Sonrió escondiendo por completo los ojos y enseñándonos los dientes. Butiful voman, dijo. No podíamos creer lo que oíamos. Le habíamos hecho un favor y a él no se le había ocurrido hacer nada mejor que intentar ligar con mi amada. Un desgraciado emigrante menor de edad explotado por algún desgraciado patrón mayor. Me hubiera gustado decirle que yo también era un migrante rumano, sin embargo lo dejé a la buena de Dios y ya ni siquiera fuimos a la cubierta. Me hubiera gustado ducharme, pero por más que abrí y cerré el grifo, ni rastro de agua. Está claro, dijo María. Tenemos que desaparecer de aquí, o podríamos levantarnos con el techo en la cabeza o aplastados por el brazo de la grúa. Y ya no soporto encontrarme con los obreros estos. Recogimos las pocas cosas con las que habíamos venido y antes de que acabara la noche las proas de acero y de plata baten la espuma bajamos al muelle y nos dirigimos con pequeños pasos a la ciudad alzan las cepas de las zarzas en un silencio de muerte, cambiando de vez en cuando de mano el equipaje las corrientes de la landa y las roderas inmensas del reflujo corren circularmente hacia el este adaptando nuestro paso para ir al mismo ritmo, pasos cada vez más pequeños, cada vez más lentos a medida que nos alejábamos del astillero hacia los pilares del bosque hacia fustes de la escollera a medida que nos acercábamos a la estación de autobuses, a medida que miraba cada vez más resignado a María, sin saber cuándo iba a volver a verla cuyo ángulo golpean torbellinos de luz.

Traducido por Elena Borrás García