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Así habló el espacio
Logotipo de la Metro Goldwyn Meyer en amarillo sobre azul. Simultáneamente, un sonido suave, muy grave, casi subsónico. Oscuridad total. A los veinte segundos, un lento arpegio de trompeta augurando advenimientos. El sonido continúa inamovible, cual motor lejano o eco de Big Bang. Luego, una luz, un destello en concordancia con la violenta reacción de los alientos rompiendo la calma en la sala de cine. Dos acordes en crescendo nos sacuden con un poderoso patrón de timbales. No hay atmósfera que distorsione el halo luminoso. No titila. Estamos en el espacio. Su emisión es nítida y diáfana. Se distingue una curvatura planetaria. Vemos una estrella y dos vagabundos errantes perfectamente alineados, todos rompiendo un eclipse. El Sol emerge auspiciando el diálogo entre los metales de la orquesta que ya repiten lo ocurrido, pero en tesitura elevada. Aún se puede llegar más arriba, jugar a ser Dios.
De la mano con el tercer arpegio –ya sólido y contundente–, aparece un letrero: “Metro-Goldwyn-Meyer Presents.” Y justo cuando la armonía abre los brazos para arrojarse desde la cúspide, la firma: “A Stanley Kubrick Production.” Entonces la música rompe su cristalería en contrapunto esperanzador. Melodía que sube contra melodía que baja, observándose planetaria y lentamente, poco antes de que percusiones y platillos lleguen a la catarsis final con tres acordes, de los cuales el último es largo, largo, largo… largo y expresivo por el órgano que lo impulsa desde su centro. 2001 A Space Odyssey, dice la pantalla. Negros.
Un minuto con cincuenta segundos para lograr una de las introducciones más sobrias del cine moderno. El año: 1968. Gran historia escrita por el propio Kubrick y el afamado Arthur C. Clarke. Bravo. Bravísimo. Sin embargo, este domingo no estamos aquí para hablar de ellos. Queremos conmemorar los 150 años del nacimiento de Richard Strauss y los sesenta y cinco de su muerte. Artista que conoció el éxito en vida, nunca imaginó celebridad post mortem gracias a un guión de ciencia ficción. La pieza que Kubrick tomó para su filme es Así habló Zaratustra, buen ejemplo de su estilo e intereses estéticos, de entre los que podríamos señalar el contraste dinámico, el brío rítmico y las cadencias atípicas, descriptivas.
Strauss es el mayor ejemplo del llamado romanticismo tardío. Pilar del sonido germano (nació en Múnich en 1864), es de los que transformarían su hacer en la primera mitad del siglo XX adoptando mayores riesgos y experimentos, estirando las influencias de Wagner y Mahler hasta el Schönberg que dinamitaría los cánones. Lo más impresionante, empero, fue su precocidad juvenil y los obstáculos que enfrentó en la vida adulta. Imagine nuestra lectora, lector, a un joven que a los quince años escribe su primera serenata y que a los veintidós se vuelve director de la Orquesta de Meiningen en Berlín para, apenas llegando a los veinticuatro, volverse una figura internacional por la composición del célebre Don Juan.
Miembro de una acomodada familia de cerveceros y músicos, luego estudiante de Historia del Arte, imagínelo viajando por Italia aprendiendo los secretos de la ópera, tratando de combinar la tradición alemana con la pasión del Mediterráneo, presentándose por Europa como una estrella en ascenso. Luego imagínelo, tristemente, negociando sus privilegios con los nazis, aceptando trabajar para el Tercer Reich. Imagínelo siendo investigado por ellos bajo sospecha de traición. Siendo despedido por ellos. Huyendo de ellos. Repudiado por ellos. Así lo indican numerosos datos biográficos y epístolas, por ejemplo, con el gran escritor judío Stefan Zweig. En ellas se queja de la brutalidad de Hitler.
Habría que estar en su lugar para entender cómo se vio obligado a aceptar escribir y dirigir el himno olímpico de 1936, cuando amigos como Mahler eran sobajados por el régimen. Eterna discusión –ocurre con otros de sus coterráneos–, lo cierto es que terminado el horror de los nazis, Richard Strauss fue exonerado por los aliados. Compuso entonces obras que reflejaron su postura ante lo ocurrido (Metamorfosis) y se convirtió en leyenda viviente para el mundo entero.
¿Qué escuchar este domingo? Todo lo que pueda. Comience por sus tríos de piano, pase a los lieds (con textos de Hermann Hesse y John Henry Mackay, entre otros), cruce los poemas sinfónicos (Macbeth) y disfrute sus óperas (Salomé). Sea una mejor persona escuchándolo. Recuerde que su legado nos concierne por genio, innovación e íntima relación con la contradicción humana, pero también porque durante un minuto y cincuenta segundos, sin ni siquiera proponérselo, puso a hablar al espacio como nadie lo ha vuelto a hacer. Buen domingo. Buena odisea. Buenos sonidos.
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