Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 25 de agosto de 2013 Num: 964

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos estampas
Gustavo Ogarrio

Candados del amor
Vilma Fuentes

El gozo del Arcipreste
Leandro Arellano

El Rayo de La Villaloa
J. I. Barraza Verduzco

Mutis, el maestro
Mario Rey

Los trabajos de
Álvaro Mutis

Jorge Bustamante García

Mutis y Maqroll
Ricardo Bada

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Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


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Candados del amor
Vilma Fuentes
Foto: Derek Key/ Flickr, bajo licencia de Creative Commons

Desde hace ya algunos años, una extraña costumbre se propaga en el mundo. Manía contagiosa, superstición, epidemia que se esparce de puente en puente de una ciudad a otra, cada una de ellas preciándose de ser el lugar de origen de este rito.

En París, el ritual comenzó en la pasarela del Pont des Arts, la cual comunica, por encima del Sena, el palacio Mazarine del Instituto de Francia, en la rive gauche, con el Louvre, en la rive droite. Es uno de los puentes más frecuentados de la ciudad: reservado a los peatones, esta particularidad es su mayor encanto.

Sin embargo, hoy esta pasarela soporta un peso suplementario de doce toneladas. No se debe a que los parisienses o los turistas se hayan vuelto obesos. A pesar de la proliferación de productos de MacDonalds y coca-colas que consumen, el conjunto de unos y otros no ha alcanzado aún este impresionante peso. No, son las doce toneladas de metal. ¿Qué metal? El de los candados que los amorosos cuelgan del enrejado de las balaustradas para marcar su paso, dejar una huella, firmar su presencia, eternizar su amor, y amenazar el equilibrio de la construcción. Tal es la nueva costumbre que comienza a dar la vuelta al mundo y desde 2008 cunde en París.

Es un espectáculo conmovedor ver esta acumulación de candados pelear un lugarcito, juntos, unos contra otros, en ocasiones encimados, y que metamorfosean las balaustradas de la pasarela en estandartes a la gloria del amor: largos listones desenrollados sobre un puente por encima del Sena, que rutilan y centellean todos sus destellos metálicos.

Encantador, emocionante, cierto. Pero también es cierto que esa acumulación de metal pesa doce toneladas y no cesa de aumentar. El amor es acaso veleidoso o eterno, pero tal parece que su testimonio es a veces algo pesado. La literatura y la poesía lo atestiguan en forma abundante. Si es grato pensar que los enamorados son innumerables, el hecho de que escojan un candado como símbolo de su amor lleva el pensamiento hacia ensoñaciones azarosas. Algunos candados tienen firmas, iniciales, una fecha, una promesa, un deseo. ¿Quién puede no sentir una ligera emoción al descubrir estos testimonios íntimos y, sin embargo, expuestos públicamente como un secreto gritado a la tierra entera?

Misterio del amor: a la vez secreto, público, manifiesto, invisible. En la gran tradición de la poesía del amor cortés, existía una regla absoluta: el trovador no debía declarar su amor a la amada so pena de perder toda esperanza de ser correspondido. Debía esperar, callar, suspirar, escribir los más bellos poemas absteniéndose siempre de nombrarla, con la esperanza de ser, algún día, al fin, escuchado, comprendido y, quizás, recibir la recompensa a su paciencia, prueba última de su sinceridad. Regla y conducta bastante alejadas de la vanidad y la precipitación de los presuntuosos e indiscretos tenorios actuales.

Si vos creéis que voy a decir
A quién oso amar
No sabría por un imperio
Os la nombrar...

Así canta Fortunio, joven amoroso, el cautivante poema de Alfred de Musset con la inolvidable melodía, música de una rara simplicidad y pureza, de Jacques Offenbach. Los acentos tan conmovedores de la canción favorecen a la vez una forma de confesión y la protección de un secreto. Algo similar a la doble intención que origina el gesto de los amorosos cuando cuelgan un candado en la pasarela del Pont des Arts: de manera simultánea exhiben su amor y, con ese mismo gesto, al oprimir la cerradura del candado, encierran simbólicamente el tesoro de su secreto.

Pero, ¿conocen ellos mismos ese secreto? Las parejas de enamorados o de amantes, quienes tanto parecen querer dejar esta huella de su paso, ¿desean anunciar a gritos su amor? O bien, ¿el mensaje de su ofrenda se dirige en principio al lugar, al puente, al río, en fin, a París, a esa ciudad donde han vivido ese amor? El vínculo entre una historia amorosa y el lugar donde se desarrolló es inextricable y, en ocasiones, decisivo al extremo de ser imposible separar una de otro. El amor de Swann por Odette es indisociable de ciertos sitos parisienses: las avenidas del bosque de Boulogne, el restaurant Lapérouse, y todos esos lugares marcados por su presencia ‒o incluso por la ausencia de Odette que tanto hace sufrir a Swann.

Ciertas ciudades poseen un poder de alguna manera mágico, o más bien magnético, el cual atrae y acoge las pasiones más enloquecedoras. París es una de ellas, numerosos testimonios lo prueban. No podría contarse el número de poemas, novelas, pinturas, dibujos y películas donde se opera, en el laberinto de sus calles, la fusión de la ciudad y de la comedia o tragedia del amor vivido en ellas.

“Bajo el puente Mirabeau fluye el Sena/ Y nuestros amores…”, murmura Guillaume Apollinaire en uno de los poemas, tal vez más célebres y más conmovedores del Mal-Aimé (Mal-Amado). El poeta no se contenta con la evocación del amor, designa el lugar, el río, e incluso el nombre del puente, único y singular. André Breton, por su parte, cada vez da la dirección exacta de sus encuentros con Nadja.

Venecia podría enorgullecerse de poseer ese sortilegio. Los enamorados, célebres o desconocidos, son más numerosos que las góndolas en sus canales. Así, es sin duda legítimo interrogarse sobre este misterio fascinante: la verdadera razón, consciente o inconsciente, de los millones de turistas que visitan Venecia o París, no sería el deseo de descubrir las maravillas arquitectónicas, las obras maestras, museos, monumentos, sino más bien la esperanza de vivir, como antes otros, un amor eterno. Podría ser eso el magnetismo: si tantas historias amorosas han sido vividas ahí, el lugar tiene el poder de suscitarlas y perpetuarlas. Tal debe ser su anhelo cuando cuelgan su candado en la pasarela del Pont des Arts o el puente del Archevêché, tras Notre-Dame. Como se formula un deseo cuando pasa una estrella errante.

No queda sino formular el deseo de ver desentubados los ríos de Ciudad de México para colgar candados de amor en sus puentes.