Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Dos estampas
Gustavo Ogarrio
Candados del amor
Vilma Fuentes
El gozo del Arcipreste
Leandro Arellano
El Rayo de La Villaloa
J. I. Barraza Verduzco
Mutis, el maestro
Mario Rey
Los trabajos de
Álvaro Mutis
Jorge Bustamante García
Mutis y Maqroll
Ricardo Bada
Leer
Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar
Directorio
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Foto: Marcela Garza |
Dos estampas
Gustavo Ogarrio
Marea
Todo comienza cuando uno se siente completamente a salvo y entrega la mejor de sus sonrisas entre la niebla de los escritorios para desempeñar el refinado papel de la alegría sin respiro. El ataque puede iniciar con una basurita en el párpado izquierdo o con una inflexión para amarrar el zapato de charol reluciente. Se abren los ojos de nuevo o se levanta la cabeza y ya los mundos ocultos salen armados hasta los dientes del sosiego alucinado de sus días y noches desconocidas, tan sólo para instalarse en lo más profundo de nosotros y asaltar el vello púbico de la decencia de las tías y de la moral con pantalla de plasma y del tacto hipnotizado con el que andamos y de la serenidad de los parques con artefactos de plástico y de la amabilidad en los supermercados y de la triste pero efectiva vida cotidiana de los ancianos. Después, la embestida del mercurio es imparable, la pequeña duda sobre el color que deberían tener las cortinas de la sala crece vertiginosamente y se va infestando de cucarachas que vienen de las calles de Bombay, de sapos gigantes que vivieron hace siglos en alguna colonia portuguesa y que toman por asalto las sillas de terciopelo para discutir la forma en que morirán las células dañinas de nuestra indiferencia; murciélagos de chillidos filarmónicos se desploman sobre nosotros y ya nuestros cuellos son víctimas de sangre de todos los gritos de cualquier estropeado. Es la guerra contra el sentido común que nos prohíbe mirar de frente el precipicio, contra el idioma de las estalactitas que resguardan las certezas de los domingos familiares. Una fruta verde ya es de pronto una granada de silencios descomunales. Sentirás el golpe, la pisada en el vientre, como si algún gigante hubiera pateado tu tranquilidad; una bofetada de napalm, una evacuación fulminante de los astros alineados a tu favor o el simple abandono de los demonios ya conocidos. Entonces una marea de fisonomías atacará las pupilas de tu alma y ya tus ojos sentirán el choque de luz que por primera y única vez te enseñará lo inexplicable, ese filo como cuchillo de lo que no tiene remedio: rostros y más rostros que apenas sonreirán desde el hambre y desde la guerra, mujeres embarazadas abiertas en ese canal sin mundo de Lomas de Poleo, niñas infectadas de sida resguardándose en las cuevas de Sudán, hombres partidos en dos por una bomba o niños catatónicos que sonríen con su fusil en el brazo y que jamás podrás ver en vivo y en directo y que nada te dirán de cómo se muere en Afganistán, Bagdad, Ciudad Juárez, Rangún, Groenlandia, China, Malí o el desierto de Arizona. Todo ocurriendo al mismo tiempo, la sinfonía salvaje de todas las cosas cayendo en pedazos sobre la triste figura de tu anonimato… nutrias hambrientas que cruzan la oscuridad del río Amazonas, una lluvia de venados que cimbra los alrededores de Siracusa, el iceberg que muere en pedazos en la soledad blanca de la Antártida, sombras de pingüinos plebeyos que nunca se frotarán el uno contra el otro para no morir de frío. Regresarás ya incompatible con tu propio deseo, o deseando más de esa marea que ya te ha transfigurado en un sensato peligroso. Con un poco de suerte llegarás a la misma conclusión, te asomarás de la misma manera por la rajadura y esa voz interior, hija legítima de la marea impalpable cuyo recuerdo ya nunca te abandonará, te dirá casi distraída pero sin nostalgia: no hay por qué preocuparse, nadie en su sano juicio vivirá para contarlo.
País
Este país tiene rumores en los pies, pesadillas en las manos y una que otra hazaña derrochada en cierto día emblemático; tiene dientes de león que se quedan en los huesos cuando los niños soplan su verdad de jarabe contra la garganta, esquinas como espectros de nieve y uno que otro rascacielos que lo hace irreconciliable con las brujas. Este país no es más que una promoción turística para los que vienen de fuera: se paga para mirar el abismo y sonreír a la cámara, nos aplauden cuando nos ahogamos en estas playas hermosas, eternos inmuebles del Almirante; se sacan visas para escuchar las conversaciones de los vencidos en sus idiomas conquistados y para que el guía de turistas les vuelva a perdonar la vida a los barbudos mientras les explica lo que todos estos años ha producido la lenta ceremonia de la civilización.
También tenemos perros con rabia que vigilan las calles, avestruces que se dejan tomar fotos con los dragones, grutas y minas en las que se dan clases de idiomas y de olvido; tenemos bancos de sangre listos para ilustrar los momentos culminantes de la historia; abedules, pinos y troncos de mercurio y sierras eléctricas y camiones de tres toneladas e incendios en las montañas cuya esencia ya no es el olor de la especie ni las huellas de ningún paraíso.
Este país está entregado en cuerpo y alma a la propagación de los zopilotes. Ya nos han dicho hasta el cansancio que no existe, pero no queremos entender y buscamos en el humo de la harinera un futuro mejor para nuestras hijas y en el rechinido de los camiones la clave secreta del éxito y en los diarios el ojo ciego de lo que no tiene explicación. Hemos sido capaces de meter en nuestra felicidad las leyes ocultas de la sinrazón y el miedo.
Afuera, en otro país que no es el nuestro, una nube de pájaros anuncia el golpe traicionero de la mañana.
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