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Háblale el alba
Congruente con su título, el segundo largometraje de Juan Carlos Carrasco –que antes filmara Santos peregrinos (2004)–, titulado Martín al amanecer (2010), hace arrancar todas y cada una de las no muy numerosas secuencias que lo componen con el personaje homónimo, Martín, tal como le amanece en los igualmente no muy numerosos días en los que transcurre la diégesis del filme: al principio lo vemos en el asiento delantero de un vehículo, malamente acomodado y durmiendo inevitablemente mal; más adelante lo vemos acodado contra una mesa vieja y barata, en un lugar que no es su casa, durmiendo tan pésimamente como suele dormirse bajo la triple condición de estar sentado, ebrio y triste; después lo vemos recostado por fin en su propia cama, pero sin haberse quitado la ropa, solamente echado bocarriba y habiendo dormido con el desasosiego propio de quien, antes de cerrar los ojos, escuchó que alguien –y no cualquiera sino un ser querido, tan próximo como puede serlo una hermana y, por añadidura, la única hermana que se tiene y con la cual se comparte el techo– lo acusara de haber sido siempre un niño idiota y ser, en el momento actual, un adulto patético. En un par de momentos, onírico el primero, lo vemos amanecer idénticamente recostado contra el tronco de un árbol, con una mujer apoyada en su costado, mientras el sol va decidiéndose a realizar sus tareas de sextante diurno.
Soledad al cubo
(Francisco Hernández dixit)
Salvo los dos últimos momentos referidos, lo que vemos es que Martín siempre amanece solo; de hecho, a pesar de que en esos dos últimos no se supone que lo esté, en el fondo sí lo está: solo, es decir, porque el primero es un sueño y, por más que uno insista, los sueños duramente pueden ser traducidos con la eficacia necesaria para que formen parte del otro lado de la calle que llamamos realidad; también, porque el segundo momento sí es real –vale mejor decir, no es onírico–, pero dadas las condiciones en las que se hallan Martín y su más bien fortuita y azarosa acompañante, ya no importa que lo sea porque ya no puede disfrutarse.
Solo está Martín, entonces, pero no sólo él: sola está Lupe, y puede que doblemente porque además de ser muda y, por lo tanto, tener más cuesta arriba que otros la comunicación humana, su trabajo consiste en brindar ese tipo de compañía que nunca será capaz de darle certidumbre a su simulacro del amor ni del deseo. Sola está la madrota regenta del triste lupanar adonde fuera a dar Martín con su tristeza, su silencio y su urna funeraria, porque ahí sólo hay empleadas y clientes y, por lo que puede verse y saberse, la de la putería es, entre las infinitas soledades, una de las más intensas. Solo también el inesperado contrincante que, por soledad que prefiere disfrazar de curiosidad, le arrebata la posibilidad de hacer algo por Lupe –aunque más bien por sí mismo; por ejemplo, sentir algo por alguien, estado anímico al que no parece haberse acostumbrado a lo largo de su vida, ni Martín ni el contrincante. Sola, por más que no lo parezca debido a la presencia de un esposo y un par de hijos, la hermana que le espeta los improperios y le define la vida entera con los signos de la nulidad y el fracaso. También solo, aunque por vocación y sin menoscabo de su paz interna, el amigo librero que le ayuda a desprenderse de las cosas materiales que, hasta ese momento, no funcionaron como verdaderas razones sino como meras ataduras –endebles, insuficientes, por lo visto– a una cotidianidad chata, gris, demasiado igual a sí misma, que en el fondo es de lo que Martín está queriendo desprenderse cuando se deshace de la casa recién heredada, y que también en el fondo es lo que está buscando al querer comprarle una solitaria Lupe a la madrota ídem.
De unamuniana atmósfera
Discretamente eficaz, Carrasco va construyendo, con silencios largos y una cámara sin prisas –excepción hecha de la secuencia climática, donde las respectivas soledades desatarán sus desenlaces–, una atmósfera que le permite decir con claridad lo que pareciera ser el sencillo pero intenso discurso de fondo de su filme, es decir, aquello que Miguel de Unamuno dijera en un texto perdido y muy poco citado: que todos vamos solos, siempre, por mucho que de a ratos parezca lo contrario.
Bien por Carrasco –sobre todo, comparado con su ópera prima–, bien por Adal Ramones, que cumple con creces la tarea de llevar el peso histriónico mayor, y bien por el resto del reparto, comenzando por Carmen Salinas y Manuel Ojeda, concluyendo con José Sefami, Diana Bracho y la joven Imelda Castro.
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