Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 25 de agosto de 2013 Num: 964

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Dos estampas
Gustavo Ogarrio

Candados del amor
Vilma Fuentes

El gozo del Arcipreste
Leandro Arellano

El Rayo de La Villaloa
J. I. Barraza Verduzco

Mutis, el maestro
Mario Rey

Los trabajos de
Álvaro Mutis

Jorge Bustamante García

Mutis y Maqroll
Ricardo Bada

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Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
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Los trabajos de Álvaro Mutis

Jorge Bustamante García


Condecoración a Álvaro Mutis en el grado de Oficial de la Legión de Honor por el embajador de Francia en México, Philippe Faure, acompañado de Gabriel García Márquez. Foto: José Carlo González

Álvaro Mutis (Bogotá, 1923) vivió de los dos a los nueve años de edad en Bélgica, donde su padre Santiago Mutis Dávila era ministro consejero de la embajada colombiana en Bruselas. Al morir su padre, a la temprana edad de treinta y tres años, regresa con su madre y su hermano para establecerse en la finca que su abuelo materno, vendedor de café, sembrador de caña e improvisado buscador de oro, había comprado en el Tolima, en la intersección de los ríos Cocora y Coello. En ese paraje de la tierra caliente, entre el trópico y el páramo, en medio de intermitentes lluvias, extensos cafetales, hojas de plátano, socavones de una mina abandonada en los que juega con su hermano Leopoldo y el zinc de los tejados en la finca, transcurre su niñez y su temprana adolescencia, hecho que sería de vital importancia para toda su obra, desde sus primeros poemas y relatos hasta su novela Amirbar (1990), parte de la saga narrativa de Maqroll el Gaviero. Entre las imágenes infantiles de Europa y Coello, y en medio de ellas el mar, se fue conformando todo su imaginario creativo. Podría afirmarse que toda la obra de Mutis no es más que una apuesta por salvar esos momentos de natural y auténtica alegría de su infancia, a partir de la espesura de desesperanza adquirida con el paso irremediable de los años.

Ya en la tardía adolescencia Mutis llegó a Bogotá para continuar el bachillerato en el Colegio Mayor del Rosario, y por estar ocupado jugando billar o leyendo todo tipo de libros y escuchando al maestro Eduardo Carranza hablar de poesía, según ha dicho innumerables veces, no le quedó tiempo para estudiar y terminar el colegio. Se casó muy temprano, a los dieciocho años, y se dedicó desde entonces, con buena estrella, a diversos oficios: locutor y actor de radio, gerente de emisora, director de propaganda de una compañía de seguros, jefe de relaciones públicas de una modesta empresa de aviación y de la esso en Colombia, narrador en castellano de la serie para televisión Los intocables y luego, por casi veintitrés años, gerente de ventas para América Latina de la Twentieth Century Fox y la Columbia Pictures, oficios que en la perspectiva de hoy estarían, aparentemente, en un espíritu contrario al de su poesía. No se puede publicitar nada, ni vender algo, si no se es, o se aparenta ser, un optimista obstinado. Pero el poeta de Los elementos del desastre y Los trabajos perdidos no podía ser más que un pesimista lúcido, adicto a la desesperanza ante la implacable realidad de nuestra condición humana. Esos misterios entre la personalidad y la poesía parecen un cuento sin fin.

La obra poética de Álvaro Mutis se encuentra concentrada en Summa de Maqroll el Gaviero, con ediciones en distintos años, tanto en España como en Colombia y México. En esa Summa están todos sus libros, así como sus últimos poemas no reunidos en libro: sus primeros poemas escritos entre 1947 y 1952, Los elementos del desastre (1953), Reseña de los hospitales de ultramar (1959), Los trabajos perdidos (1965), Caravansary (1981), Los Emisarios (1984), Diez lieder (1985), Crónica regia (1985), Un homenaje y siete nocturnos (1986) y varios poemas dispersos de los últimos veinte años. Aunque en sus poemas ya se enunciaba una vena prosística, su obra narrativa se fue gestando lentamente, bajo el espíritu de una propia e irrenunciable dinámica, y fue sólo con La nieve del almirante (1986) y las otras novelas de la saga de Maqroll el Gaviero que cristalizó definitivamente, cuando su autor ya sobrepasaba los sesenta y tres años de edad. Se podría afirmar, aunque suene a disparate, que sus relatos y novelas (La muerte del estratega, La mansión de Araucaíma, El último rostro, Ilona llega con la lluvia, Un bel morir, Abdul Bashur, soñador de navíos, La última escala del Tramp Steamerr, Amirbar, Tríptico de mar y tierra y la ya mencionada La nieve del almirante) son una prolongación natural de su poesía, de aquella poesía de sus primeros escritos, pero sobre todo de Los elementos del desastre y Los trabajos perdidos, donde ya bullían los fantasmas, los paisajes, las celebraciones y el espíritu de Sísifo que campea por toda su obra. La poesía y la prosa de Mutis son de una sorprendente unidad, tejida a través de los años con insólita y renovada insistencia.

Los trabajos perdidos fue el tercer libro de poesía de Mutis y apareció publicado por la editorial Era de México en 1965. Hernando Téllez, al comentar el libro en El Tiempo en marzo de 1965, afirmaba que “el encantamiento de sus poemas, su seducción, provienen de su propia gracia, de su propio signo, de su propia belleza. Nada es allí gratuito, adventicio o engañoso”.

Desde sus propios inicios, desde Los elementos del desastre y hasta Un homenaje y siete nocturnos, pero especialmente en Los trabajos perdidos, no hay, en efecto, nada arbitrario ni veleidoso en su poesía, sino que se percibe una profunda y casi secreta unidad que será casi una constante en toda su obra: su visión sobre la banalidad irreparable del mundo, sobre la vanidad de las empresas humanas, el absurdo de nuestros esfuerzos y la loca prisa que conduce a ninguna parte, en la que extraviamos nuestras vidas. Y esta suficiente y afortunada clarividencia impide que un abuso de lucidez destruya la gracia de su poesía y de sus dones.

No hay peor flagelo para la obra de un poeta que incurrir, en su crítica, a clichés que fosilizan y matan. La poesía es un territorio libre, un estado del espíritu con infinitas puertas abiertas hacia la luz y las sombras. ¿Sobre qué tratan los poemas de Los trabajos perdidos? Para un lector de hoy no parece arduo contestar a esta pregunta: tratan, ni más ni menos, sobre la desesperanza, el exilio, el fracaso, el amor, la derrota, la vida y la muerte. Es decir, sobre todo aquello que nos incumbe a todos, que ha sido tratado por innumerables poetas cada uno desde su singular visión y que aún guarda profundos enigmas, todo visto ‒en el caso de Mutis‒ a través de las visiones y olores de la infancia. Lo primero que despierta la lectura de Los trabajos perdidos es un cierto asombro por las cosas de la vida, siempre acompañadas por la presencia permanente de la muerte, una cierta intuición de que las cosas son bellas y disfrutables precisamente porque no pueden eludir su destino último, el de la muerte al fin y al cabo benefactora que te acoge “con todos tus sueños intactos”. Si en “Amén”, el primer poema del libro, la muerte no es un espanto, sino una presencia que incita a abrir los ojos para iniciarse en la “constante brisa del otro mundo”, en Un bel morir... es una añoranza de toda una vida que resuena en la transparente y cruda sensación de que “todo irá disolviéndose en el olvido”. Se canta y se vive y se hacen las cosas bien y se disfrutan, sin otra esperanza que la del olvido. Este sabio pesimismo, fruto de una telúrica y cruda mirada acerca de nuestra huidiza y misteriosa condición, es el que campea con vigor, desenfado y recóndito goce, por los poemas de este libro. Los trabajos perdidos son una especie de música inútil, infructuosa, que suena con armonía delirante y ecos inesperados, y que trae la lluvia desde el corazón perdido de la memoria, en medio de un mundo en donde existe la nublada certeza de que ya nadie escucha a nadie. Tanto en su poesía como en su prosa y sus novelas, Mutis regresa obsesiva y constantemente a un lenguaje inicial del que nunca ha logrado evadirse y que explica desde el principio sus certezas y sus dudas respecto al mundo que afronta. Gaviero, al fin, revela lo oculto para otros, vislumbra lo que está más allá del horizonte, y en ese territorio de nadie –a la intemperie‒ intuye la derrota a la que se enfrenta el hombre, porque todas sus iniciativas, hasta las más ambiciosas y temporalmente seguras, se verán tarde o temprano sometidas al olvido: al olvido ontológico y último, a la memoria apabullada por la escala implacable del tiempo geológico.

En otros poemas, como “Nocturno”, lo que realmente acontece es la presencia viva de un paisaje, pero no cualquiera, sino un paisaje de infancia cuyo instante es consagrado, con toda su gracia y milagros, por la acción reveladora de la palabra. En “Nocturno”, uno de los poemas más celebrados de Mutis, la “eficacia” poética reside en su inquebrantable pureza, en una inmediatez y una verdad que casi nos lacera, hasta tal punto que nos parece escuchar –todavía y para siempre‒ cómo cae la lluvia sobre los cafetales y sobre el zinc de los tejados. Como bien anotó Fernando Charry Lara, “la experiencia poética es la revelación de nuestras más concretas raíces olvidadas”, y precisamente esa experiencia que impactó la niñez de Mutis, con sus paisajes, sus olores y sus sonidos, es lo que constituye la revelación palpitante de esas “raíces” remotas plasmadas en algunos de estos poemas.

Por otra parte, uno de los textos que más se aproxima a una estética del deterioro y la derrota es, sin duda, “Cada poema”, donde resalta la convicción abierta de que toda construcción poética, de que toda búsqueda de la palabra sólo enuncia –al fin y al cabo‒ la experiencia de muerte, y conduce sin remedio al hastío, la ceniza y la agonía. Cada poema es el dolor diario del poeta al enfrentarse al desgarramiento del mundo, sin ninguna certeza de que mengüe el azar en que se siente inmerso, ni el sentimiento de pérdida que lo acecha. En cada poema se avanza un trecho hacia la muerte, porque cada poema es “un lento naufragio del deseo,/ un crujir de los mástiles y jarcias/ que sostienen el peso de la vida”. Así, en estos poemas percibirá el lector un entrañable y profundo sentimiento de que a pesar de que en el mundo actual campea el imperio de lo novedoso y de lo efímero, no existe en realidad nada nuevo, porque todo “torna a su sitio usado y pobre” y porque desde Jorge Manrique y Shakespeare y mucho antes, desde los griegos, sabemos que todo este torrente que subyace los ríos de la vida, desemboca permanentemente en ese mar de regreso y huida que es la muerte. Pero también estos poemas son reflexiones o, mejor, percepciones sobre el tiempo, sobre el tiempo endecasílabo que en “Sonata” se convierte en lobo, en óxido, en alga, en lengua, en aire, y que nos sirve para nutrirnos, para “llegar hasta el fin de cada día”. Ese tiempo que en “Canción del este” cava en cada uno de los seres “su arduo trabajo/ de días y semanas,/ de años sin nombre ni recuerdo.”


Foto: José Carlo González

Los trabajos perdidos trata también sobre el exilio, pero no sobre cualquier exilio, sino el del desarraigo más radical, el del exilio interior. Ese estado del espíritu en que no existe ningún arraigo, ningún asidero. Ese no saber dónde ir, porque no importa a dónde vayas, en dónde estés, siempre te encontrarás extrañado en medio de los otros ante las imposibilidades implacables de una verdadera comunicación. Mejor lo ha expresado el autor en una conversación con Jacobo Sefami, de la Universidad de Nueva York: “Pero, en realidad, es la convicción de que estamos exiliados donde estemos; donde vivamos, somos unos eternos exiliados.” Quizás sólo la creatividad y el arte puedan, de alguna manera, contrarrestar la incertidumbre de la huida, la fractura del exilio sin final. Quizás sólo la creatividad y el arte sean, a fin de cuentas, la mejor manera de estar, de ser en el mundo y sentirse de alguna forma en casa.

El crítico Ernesto Volkening señaló que si le fuera dado hacer el encomio de la poesía de Álvaro Mutis, diría que en ella late el corazón del mundo. Habría que agregar que el ritmo de ese latido está condicionado por la presencia permanente del tiempo, un tiempo sin tiempo, porque la verdadera poesía no tiene tiempo, es atemporal, como lo intuía Osip Mandelstam, pertenece a todos los tiempos, permanece: la Ilíada, la Divina comedia, la poesía de John Donne, Quevedo, son los mejores ejemplos. Si hay que leer a Mutis, una forma será leerlo desde esta perspectiva. Hay que leerlo para dudar de todo y no creer sino en la lectura de los libros prodigiosos que prolongan la vida. Sólo esos libros nos pueden alimentar eficazmente en medio de los destrozos de un mundo que corre con prisa y sin remedio hacia su propia perdición. Sólo el poema, la palabra, la lengua, nos colocan en el centro mismo de nosotros mismos, nosotros que vivimos en medio de las cosas para mirarlas y pensarlas con atención: ahí se encuentra la poesía. La poesía de Mutis es, en fin, la de alguien que mira y camina desde el misterio, que es como la sombra luz que ilumina la noche larga en medio de la estepa sin término.