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Verónica Murguía
Detectives memorables
Yo pertenezco a la estirpe pusilánime de aquellos que se tapan los ojos cuando, en las películas, los héroes abren cajones y se roban folders llenos de información peligrosa o incriminatoria. Es decir, no sólo me espanto cuando el héroe es martirizado o calumniado por el villano, también me sobresalta el proceso de investigación: la toma clandestina de fotos, la grabación de las conversaciones, el seguir al sospechoso, escamotearle el correo…
Al escribir esta enumeración me doy cuenta de que todo lo mencionado arriba es parte de las cotidianas acciones del Estado, mexicano o de donde sea. Me pregunto si el saber que todos somos observados, vigilados y examinados sin nuestro consentimiento por aparatos represores o delincuenciales tendrá que ver con mi manía. Quién sabe. Nada de esto me impide ser una adicta a la lectura de novelas policíacas.
Las consumo en cantidades extraordinarias. Si fueran comida, tendría gravísimos problemas de salud, pero como la lectura es un vicio con consecuencias más bien amables, no me afecta físicamente. Eso sí, mientras más leo, más ganas me dan de seguir leyendo. Tanto apremio me ha atraído chascos sin cuento y remordimientos cuando compruebo que he gastado mucho. Además, si la novela es mala, pierdo el tiempo y eso sí que incomoda.
La lectura de estos libros es una actividad muy distinta a la de leer cualquier otra cosa. W. H. Auden afirma en su hermoso ensayo sobre este tema, titulado “La parroquia culpable”, que cuando tenía una en las manos, su rutina laboral se trastornaba, ya que no podía hacer otra cosa como no fuera leerla.
Umberto Eco |
En este síntoma concuerdo totalmente con él. Pero su afirmación de que estas novelas no son arte y que su función es totalmente opuesta a la de, digamos, la poesía, me parece un poco tajante. Quiero decir que aunque los síntomas descritos por Auden son aplicables a la gran mayoría de los casos, hay novelas policíacas que considero perdurables.
Por ejemplo, El nombre de la rosa, de Umberto Eco. ¿Cuántas maravillas hay en este libro? La primera, quizás, es el darse cuenta en las páginas iniciales que nos hallamos frente a un monje, el sutil e irónico Guillermo de Baskerville que es un Sherlock Holmes medieval y que lleva el homenaje hasta en el nombre. Luego, la inclusión de distintos temas teológicos en la trama, insertos de forma tan amena y natural que jamás aburren o confunden. Así, nos enteramos alegremente de las opuestas filosofías de San Bernardo y Suger respecto de cómo se debe adorar a Dios (¿En medio de la austeridad? ¿En iglesias opulentas que glorificaran por medio de la belleza la relación entre el hombre y la divinidad?), encarnadas por el abad y el mismo Guillermo; de las distintas herejías que recorrían Europa a velocidad de incendio en el siglo xiv; la traición de los franciscanos a los preceptos originales de la orden, la inescrupulosa actividad de los inquisidores, etcétera. Si sumamos a la inteligencia de la trama la inserción de los temas borgesianos: el laberinto, la biblioteca, los espejos, la memoria y finalmente la aparición deslumbrante del sabio ciego llamado Jorge de Burgos, no queda más que rendirse a la felicidad.
Sé qué pasa y quiénes son responsables. En qué orden morirán las víctimas, tanto del libro envenenado, como del inquisidor sediento de sangre. Y vuelvo a El nombre de la rosa una y otra vez, atraída por los diálogos, por la espléndida descripción de Ubertino de Casale y de Bernardo Gui, ambos personajes reales; por el tierno retrato de la amistad entre el maestro y el discípulo Adso de Melk, por el sabroso retablo de costumbres, pintado con una soltura única.
Quizás este es el libro de detectives que más quiero. Pero hay otros que desafían el olvido con casi la misma tenacidad: el inspector Wallander de Henning Mankell, sobre todo en La leona blanca; el detective Hieronymus Bosch de Michael Connelly, en La rubia de concreto o en El eco negro; el tenaz Sartaj Singh, el héroe de Juegos sagrados, de Vikram Chandra; la descarada Kinsey Millhone, protagonista del Alfabeto del crimen, de Sue Grafton y el goloso comisario Montalbano, de Andrea Camilleri.
A diferencia de lo que Auden postula, leo sus aventuras ya no por la trama, sino por ellos. Y tal vez ahí está la lección: es el personaje el que importa, no el género.
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