Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 18 de agosto de 2013 Num: 963

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Los premios
José María Espinasa

Murmullos de Julio Estrada: simbiosis
de música e imágenes

Jaimeduardo García entrevista
con Aurélie Semichon

El Apocalipsis
según Del Paso

Élmer Mendoza

Religión, intolerancia
y barbarie

Fernando del Paso

La verdad y sus delirios
Hugo Gutiérrez Vega

La ventana
Dimitris Papaditsas

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Columnas:
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Javier Sicilia

El desfallecimiento

He vuelto a leer Doctor Zhivago, de Boris Pasternak. Su inmensidad continúa asombrándome. No es la novela histórica de un narrador, sino la de un poeta y un místico. Por ello, sus registros son inmensos y aterran a los novelistas puros. Thomas Merton la comparó con una sinfonía sobre la vida que hunde sus raíces, en medio del horror de la guerra, de la Revolución rusa y de la muerte, en el insondable lago de la revelación del Evangelio.

Contra lo que esta afirmación puede sugerir, Pasternak no expresa allí una visión convencional del cristianismo. Su condición de poeta y místico lo lleva a revelaciones sorprendentes. Una de ellas –sobre la que la teología ha meditado poco– sucede en el momento en que Zhivago, desplazado por la guerra y la revolución, vuelve de nuevo a su casa y contrae el tifus. En medio de su delirio, a punto de morir, compone un poema: “Desfallecimiento”. No lo conocemos. No sabemos si incluso llegó verdaderamente a escribirlo. Al menos no forma parte del apéndice que al final de la novela recoge la obra poética del doctor. Tenemos, en cambio, su contenido: los tres días que transcurren entre la muerte y la resurrección donde “la tierra negra” e hirviente de gusanos se precipita sobre el cuerpo encarnado de Cristo como una marejada que cubre las playas. Lo sorprendente, sin embargo, no es eso, sino, primero, que esa espantosa precipitación busca en su horror borrar el fango y los terrores que los hombres infringimos al amor encarnado; segundo, que en ese horror estaban “contentos de rozarlo” no sólo “el infierno y la disgregación y la descomposición y la muerte”, sino también, y de manera simultánea, “la primavera, Magdalena y la vida”, y, tercero, el mandato, en medio de ese tumulto, de despertar, de levantarse, de resucitar.


Boris Pasternak

No conozco en toda la literatura espiritual y teológica algo de esa envergadura. La muerte de Cristo, y con él la de cada ser humano, es, en el delirante poema de Zhivago, el lugar donde la pequeñez de la vida devorada por el sufrimiento, la descomposición y el infierno, repentinamente, como la primavera –una brizna de hierba en medio de la nieve y del hielo– despunta. En el centro de la contingencia y sus múltiples y poderosos rostros, la vida, más allá de ella y de la conciencia, está, sin que nadie lo sepa, sin que nadie pueda dar cuenta de ella, empujando, brotando, resucitando. El propio Zhivago, en un pasaje anterior a su enfermedad y su delirio, se lo dice a su suegra que, a punto de morir, le pregunta por la vida eterna: la vida está allí –resumo– y no puede ser captada por su conciencia. Es más, la conciencia de ella sería un veneno. Usted no es consciente de sus pulmones ni de su corazón ni de su hígado. Su conciencia sólo sirve para que esa vida, que late en sus órganos, vaya al encuentro de otros. La conciencia es como el faro de una locomotora en medio de un túnel. Volverla hacia el interior es paralizar la vida.

Esa vida, nos lo dirá a lo largo de toda la novela, no es la historia, no es la ideología, no son los sueños de justicia, no es la dialéctica, no es la precipitación en el tiempo ni su detención, que siempre terminan en destrucción. Es  el amor, cuya expresión más profunda –semejante a la brizna de hierba que anuncia la primavera– está simbolizada en el amor de Magdalena, de Tonia –la mujer de Zhivago–, de Lara, la amante, y del propio Zhivago, por ellas y por la vida misma encarnada y expresada en cada ser humano sobre la que, con su oficio de médico y poeta, se inclina para cuidarla, admirarla y amarla.

En medio de la historia, de la poderosa máquina de la violencia, de la descomposición y el infierno de la muerte, Pasternak, a través de Zhivago y de su obra poética, nos dice que la inmensa pobreza de la vida –“Mi hermana la vida”, como reza uno de los títulos de su poesía– está siempre allí, indestructible. No muere, simplemente, como en el invierno, desfallece, finge hacerlo, para –a espaldas de la conciencia y sin que nadie lo sepa– volver a surgir.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.