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Buñuel y los que quisieran serlo (I DE II)
Después de las treinta y dos películas que Luis Buñuel dirigió, Mi último suspiro, su autobiografía, es con toda seguridad la mejor fuente disponible para conocer el pensamiento del cineasta aragonés. En el inmenso y disperso mar de esas memorias –llevadas de la voz al papel por el guionista Jean-Claude Carriére, que colaboró con el de Calanda de 1964 a 1977–, Buñuel menciona algo que él llamaba El libro de los muertos: un cuaderno en el que iba apuntando los nombres de amigos suyos ya desaparecidos. Ahí especifica también algo importante: “Solamente anoto los nombres de aquellos con los que he tenido, aunque sólo fuera una vez, un verdadero contacto humano.” Generoso, por cuanto implica para aquellos el deseo de larga vida, algunos párrafos más adelante Buñuel afirma que “algunos de mis amigos detestan este librito, temiendo, sin duda, figurar en él algún día.”
Que se sepa, El libro de los muertos de Buñuel nunca ha sido publicado, por lo cual se ignora el dato exacto de quiénes y cuántos habrán sido los afortunados que tuvieron, citándolo de nuevo, un verdadero contacto humano con Buñuel. Lo cierto es que el temor de muchos no debió ser ocasionado por la posibilidad de leer su nombre en ese libro necrológico, sino precisamente por lo contrario, es decir, el hecho de no haber cumplido el mínimo requisito para figurar entre los verdaderos afectos del más grande cineasta nacido en España y –lugar común obliga a decirlo tal cual– uno de los más importantes del cine de todas las épocas y lugares.
El surrealismo sigue de moda
Desde que, palabras más, palabras menos, André Breton decretó que México era el más surrealista de todos los países, casi no es posible encontrar a ningún mexicano que se haya enterado del decreto del francés, al que no le agrade ostentar el letrerito y que no suelte, a la menor oportunidad, su propia versión de lo que es el surrealismo, ilustrándola con alguna anécdota supuestamente demostrativa pero que, la mayoría de las veces, no pasa de ser uno de los tantos absurdos burocráticos, ideológicos, de comportamiento, de lenguaje, o de cualquier tipo en los que –no sólo en México– solemos recalar y que, antes del surgimiento de este codiciado ismo, a nadie le preocupaba etiquetar. A saber si aún queda por ahí alguno, pero a este arrimacomas le consta que alguna vez existió, incluso, un juego de mesa en el que, a la manera del otrora popular Maratón, se competía para saber quién de los presentes era más surrealista que los demás (en esa lógica, bien podría haber un Existencialistón, un Socialistón, un Derechistón y hasta un Fascistón), y que puede ganarse soltando las primeras palabras que lleguen a la mente, confundiendo así, juego y jugadores, el ingenio con la incoherencia y una expresión del subconsciente con simples borucas.
Decir o hacer “surrealistamente” siempre ha sido muy lucidor y permite granjearse una modesta –aunque equívoca– fama con la que, ya de perdida, nuestro círculo más estrecho de conocidos tal vez nos compare con un personaje de película de Luis Buñuel. Pero si además del Surrealistón arriba mencionado existiera una máquina que determinara nuestro nivel de surrealismo o de buñuelismo –y que podría llamarse Buñuel-O-Matic, como alguna vez bromeó Julio Cortázar respecto de su Rayuela–, por más sinsentidos que fuéramos capaces de soltar, nos quedaríamos muy atrás de las Silvias Pinales, los Ernestos Alonsos, los Claudios Brooks, los Gustavos Alatristes y tantos otros que, a toro pasado, más de una vez quisieron convencer a Todomundo de que ellos sí conocieron a Buñuel, que ellos sí fueron sus amigos y que eso, de alguna manera, los convirtió en una envidiable raza aparte (y en lo primero que uno piensa es en la discreción y la modestia de Lilia Prado, Gabriel Figueroa, Alex Phillips, Fernando Soto Mantequilla y varios más, que también trabajaron con Buñuel pero a quienes nunca les dio por hacerse los interesantes a causa de ello).
¿Será posible medir en el Buñuel-O-Matic la meridiana mediocridad de Silvia Pinal con sus Casos de la vida real? ¿O las decenas de telenovelas hipermelcochosas que produjo Ernesto Alonso para Televisa, con las cuales liquidó no sólo cualquier asomo de respetabilidad histriónica que se le pudo haber tenido, sino al mismo tiempo contribuyó a convertir a millones de mexicanos en espectadores absolutamente repelentes a la iconoclastia y la inteligencia del corrosivo humor buñueliano? ¿Qué decir de la millonada que Gustavo Alatriste pidió alguna vez para ceder sus derechos en México sobre algunas películas de Buñuel?
(Continuará)
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