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con Carmen Boullosa
La lectura como traducción
Ilustración de Juan Gabriel Puga |
José Aníbal Campos
–Qué importancia tuvieron en su formación como escritora las traducciones de obras de otras lenguas y ámbitos culturales?
–Mi formación primera, la estructural, no hubiera sido sin las traducciones. Los cuentos de los hermanos Grimm, los pasajes de los Evangelios que escuché desde muy niña –mis papás llevaban una agitada vida religiosa–, las vidas de santos (fundamentales en mis imaginaciones infantiles), los pasajes de mitología griega que nos contaba mi papá y que estaban a la mano, en versiones para niños, en la biblioteca de mi abuelo materno… Mi imaginario se iba formando por la mezcla de lo que yo escuchaba, y que era producto de traducciones. Del templo a la fiesta, del culto mariano a las canciones que escuchaba mi tío Gustavo –“Ahí viene la plaga” es una traducción–, el capital imaginario del que yo crecía (o con el que yo crecía) era multilingüe, aunque en mi casa sólo se hablara español. La traducción era un hecho cotidiano, rutinario. Otra faceta de esto estaba en “las muchachas”, las mujeres del servicio doméstico; ellas conocían a conciencia sus lenguas y malhablaban el español, nos traducían sus sabidurías –la sandía es caliente, por ejemplo– y también sus cuentos, “supersticiones”, decía mi mamá, el Coco, la Llorona, los fantasmas, la serpiente que reinaba en una cueva, etcétera. Estos primeros años son lo que deja marcada o formada a la persona de un escritor. No resto méritos a las primeras lecturas. Cuando empecé a ser lectora independiente, a elegir los libros que yo quería leer, a sacarlos del librero a mi arbitrio y a correr las páginas con la sensación de que era yo la que corría una aventura en la que no me acompañaba nadie, las traducciones fueron centrales. Aún “escucho” en español los Diálogos, de Platón –había un pueblo llamado Platón cerca de donde vivimos un año fuera de Ciudad de México, en la Huasteca hidalguense que se llamaba Platón: yo sentía en aquella primera lectura que el griego era autóctono–, y oigo en español a los personajes de Dostoievsky. Y me acuerdo que eran en español mis lágrimas por mi primera lectura de Los miserables… No puedo conjeturar qué sería yo sin haber leído las desventuras del joven Werther, los subibajas del Fausto, de Goethe… En cuanto empecé a tener apetito de querer ser escritora, las traducciones pasaron a un segundo rango. Quería leer en lengua original. El clic sonó con Wuthering Heights: el inglés tenía un charm que no tenía el español. El clic siguió: leer a Góngora (a quien no había leído nunca, mi papá no me lo leía en voz alta de niña), también era leer en una lengua original. Y esta hipersensibilidad por la lengua original se fue permeando a Lope, Cervantes, Lizardi, algunos que me habían sido leídos en voz alta, para dormirme, cuando era más niña. Pero no tengo esta hipersensibilidad por la lengua “original” cuando pienso en los básicos que me formaron: de Santa Lucía, a la Virgen María, al rock.
–¿Qué traducciones recuerda, quizá, como las que más contribuyeron a crear su propio estilo?
–Insisto en que lo más importante fueron las primerísimas lecturas, las que escuché, bien literalmente leídas en voz alta (o cantadas), o previamente digeridas por otros. El capital imaginario de mi primera infancia.
–Su obra ha sido traducida a otros idiomas. Sabemos, por ejemplo, que al alemán ha sido traducida por la gran traductora Susanne Lange (también traductora de Palinuro de México y de la última versión de Don Quijote en alemán). ¿Cómo ha sido el trabajo de colaboración con sus traductores? ¿Cree que puede ser enriquecedor para un escritor ver su obra confrontada con las melodías, las estructuras de otras lenguas y ámbitos culturales?
‒La relación con Susanne Lange, con Claude Fell, con Erna Pfeiffer, con Psiche Hugues, con Leland Chambers, y con otros traductores me ha enriquecido enormemente. Aprendí a su lado otro sentido de responsabilidad de la lengua. Fueron mis maestros. Es muy enriquecedor. También el trabajo con editores, por cierto. El editor extranjero que de verdad se mete en el texto, que le pone el bisturí para ver si cede. También se aprende. Se aprende, y se hurta: los incorpora uno como parte del primer proceso de escritura. Son parte mía. Me los he comido.
–¿Ha tenido alguna vez la ocasión de ejercer la traducción de algún autor que le guste especialmente, aunque fuese por divertimento? En caso de que sí, ¿cómo ha sido la experiencia?
‒Traduzco frecuentemente en mis libretas, y pocas veces doy a publicar la traducción. Traduzco cuando necesito entender más un texto. Cuando necesito saltar de gusto ante un texto. O cuando no entiendo nada de éste. O cuando detesto a un traductor previo, y quiero darle una vuelta de tuerca. O por deseo de ejercicio –probar a brincar obstáculos de un cierto modo. O por narcisismo: porque encuentro algo muy mío en ese texto que necesito que esté en español. Las pocas veces que he dado a publicar mi traducción ha sido porque quiero que otros disfruten al autor con que he trabajado, como lo hice con Mark Doty, con Megan O’Rourke, con Honor Moore. Lo que es frecuente es que me ocurra que comienzo a traducir con total entusiasmo y que abandono la labor sin terminar. Por diferentes motivos, a veces por desilusión –con el texto que trabajo– más a menudo, porque ya obtuve lo que quería del ejercicio, lo que yo quería para mí: entender, comprender, afinar, entonar, ejercitar... O porque encuentro una traducción que es muy superior a la que estoy haciendo. El verdadero traductor es un ser generoso. Yo traduzco por egoísmo literario, el proceso es para mí.
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