Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Saki, el cuentista
Ricardo Guzmán Wolffer
Kafka en la obra
de Ricardo Piglia
Erick Jafeet
Narradores
desde Argentina
Raúl Olvera Mijares entrevista
con Ricardo Pligia
Samurái
Leandro Arellano
Las mascadas de San Bartolomé Quialana
Alessandra Galimberti
La banalización, epidemia de la modernidad
Xabier F. Coronado
Spinoza y la araña
Sigismund Krzyzanowski
Cuando…
Mijalis ktasarós
Leer
Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Verónica Murguía
Acuérdate
En las primeras páginas de la novel a La chica mecánica, de Paolo Bacigalupi, Anderson Lake, un espía estadunidense empleado por una corporación que procesa y vende alimento modificado genéticamente, anda por el mercado en Bangkok. Mira las pilas de durián y mangostán; de arroz U-Tex fabricado, claro, en EU; de pollos vivos y pescado apestoso. Descubre un puestecito en el que una anciana requemada vende una fruta extrañísima. “Parece más una ostentosa anémona marina o un pez globo peludo que una fruta. Ásperos tentáculos verdes le salen de todas partes y le hacen cosquillas en la mano. La cáscara es rojiza.” Se llama ngaw.
El hombre pide una probada y la vendedora abre la fruta con la uña. Dentro de la cáscara hay un globo perfecto, lechoso, translúcido, que huele vagamente a fructosa y a flores. Se lo mete en la boca y le da un patatús sensual: “El feliz impacto de un golpe de sabor –sabor verdadero– después de una vida entera sin probarlo.”
Este primer capítulo es genial. Sin alardes pero con eficiencia, soltando nombres y descripciones perfectas por su economía, Bacigalupi nos coloca en Asia y en el futuro. Es horrendo y la culpa la tienen corporaciones como Monsanto y Chevron Texaco. Ya no hay petróleo más que para unos poquísimos; las plagas perfeccionadas genéticamente han destruido las cosechas del planeta entero; el valor de las cosas se mide por calorías. Los hackers genéticos han resucitado a los mastodontes; marcan los granos y semillas con sus firmas; los poderosos emplean guaruras que son mitad persona, mitad hiena. Los pobres rentan su fuerza y su peso a las fábricas; la mayor parte de las grandes metrópolis está bajo el agua. Son las ciudades ahogadas. Bangkok no está inundada porque el ficticio y astuto rey Rama XII mandó fabricar unas enormes bombas que desaguan los canales, impulsadas por gas metano y energía animal.
Anderson Lake tiene miles de mapas botánicos en la cabeza. Conoce Tailandia; sabe que los científicos tailandeses poseen un banco de semillas, un archivo ultrasecreto de información genética. No dependen sólo del arroz U-Tex. En la tarde, mientras bebe cocteles con otros estadunidenses y europeos, se entera de que lo que se metió en la boca y lo dejó mareado de felicidad es un rambután.
Y bueno, yo leía todo esto en un restaurante, con el libro apoyado sobre el servilletero y las páginas abiertas gracias al vaso y el salero. Terminé de comer, hipnotizada por la narración. Bajé las escaleras y vi, como si me estuviera esperando, una de esas carretillas transformadas en tiendas móviles en las que la gente acomoda con mucha gracia dulces, frutas, semillas y una báscula de pilas. El joven que la atendía miraba el periódico. Entre las diminutas pirámides de frutas, en medio de los lichis y las cerezas, los vi: rojizos, peludos, rarísimos. Rambutanes.
Jamás había comido uno. Interrogué al joven, muerta de emoción:
–¿Son rambutanes?
–Sí.
–¿Son tailandeses?
El muchacho se encogió de hombros con una sonrisa:
–Pues no sabría decirle. Creo que son de Oaxaca.
–Pero son de origen tailandés, ¿no? Mire, salen en este libro –y le mostré la portada, en la que no hay rambutanes. Hay un mastodonte guiado por unos como ninjas vestidos de rojo. El joven, naturalmente, alzó las cejas dándome el avión.
–Ah, mire… –me respondió. A veinticinco la docena.
–Me da una docena. Oiga, ¿usted ya los probó?
–No, qué cree. Cómo le diré… pues no.
Me los dio en una bolsa. Saqué uno. Las espinas, suaves y curvas, eran amarillentas y tantas que sí parecían pelo. Le hundí la uña y se abrió, diminuto cofrecito vegetal. Ahí estaba la húmeda esfera opalina. Me la metí en la boca y cerré los ojos, esto ya no inspirada por el libro, sino por la dulzura de la fruta, el sabor delicado y meloso, nuevo, distinto.
El joven ya me miraba con aprensión. Seguro parecía una loca.
–¿Quiere uno? –ofrecí.
–Bueno –contestó con timidez.
Le di uno. Se lo metió en la boca y sonrió, pero ahora sí, con naturalidad.
–Sí está sabroso, oiga. Está muy sabroso. Y qué, ¿de dónde dice que son?
–Pues dice usted que de Oaxaca. Pero han de venir de Asia. Como los lichis.
–Aaah. Mire…
Nos zampamos la docena. Fue extraordinario. Y me temo que si no hubiera sido por el libro y las palabras que antecedieron al sabor, esta experiencia maravillosa, de gula y asombro, habría pasado sin pena ni gloria. No tendría el lugar de honor que le dio mi memoria.
Por eso me gusta leer.
|