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Foto antigua de samurái |
Samurái
Leandro Arellano
Durante semanas estuvo expuesta en el Museo Nacional de Antropología la exhibición Samurái. Tesoros del Japón. Quien la haya visitado advirtió con seguridad, además de la geometría sutil y armoniosa de las armaduras de los guerreros, el airecillo acerado que privaba en el ambiente. El samurái representa no sólo una de las más elevadas muestras del folclor y la tradición japonesas, sino también de su sensibilidad y de su estética.
En Japón el samurái encarna los ideales del caballero medieval de las literaturas de Occidente: honor, lealtad, valor. El arquetipo de la vida guerrera se fundaba en la disciplina personal y la exaltación de virtudes espartanas. En el siglo X la familia Fujiwara se adueñó del poder y de la Corte y, con distinto nombre, lo mantuvo hasta mediados del XIX. Aquel período se caracterizó por la declinación de las instituciones chinas y el debilitamiento del poder central, frente a la elevación de los señores feudales de provincia. En ese ambiente se impuso el guerrero hábil en el arco y el sable y con armadura metálica.
Samurái –bushi en Japón– es la denominación colectiva de la casta guerrera que a partir de entonces ya puede identificarse como un estamento diferenciado tanto en lo social como en lo económico y militar (Wolfgang Schwentker, Los samuráis). Al evolucionar se agruparon en distintas federaciones, estructuradas en un orden jerárquico. El perfil social de esas asociaciones variaba: bandas de saqueadores y ladrones, otras al mando de funcionarios provinciales, mercenarios, grupos rebeldes... Sus armas consistían en la espada, el arco, flechas, lanza y alabarda. La espada representó un símbolo nacional y sobrevive como insignia imperial. La armadura, vistosa e imponente, contenía los siguientes accesorios: casco, máscara, coraza, hombreras, guantes y polainas.
Historias, anécdotas y leyendas sobre los samuráis son incontables en Japón. Acaso la más popular, la más conmovedora y reverenciada es, con distintos nombres, la de “Los cuarenta y siete samuráis”. Lafcadio Hearn la refiere en uno de sus libros más personales sobre aquel país (Una interpretación del Japón). Concluye el capítulo La religión de la lealtad, señalando que en la tumba de Asano, donde yacen también los restos de los cuarenta y siete, el humo de incienso no cesa de elevarse a las alturas desde entonces... Los hispanohablantes tenemos el privilegio de conocer esa epopeya mediante el majestuoso relato de Borges: “El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké.”
Basada en un suceso real, la leyenda narra cómo en el invierno de 1702, los cuarenta y siete vengaron la muerte de su señor, Asano Naganori. Había transcurrido poco más de un año antes de que consumaran la venganza, lapso durante el cual los cuarenta y siete fingieron haber olvidado el incidente de su maestro, por lo cual recibieron mofas y humillaciones. Al final los cuarenta y siete hicieron prevalecer el espíritu samurái sobre el derecho del shogun, por lo cual fueron condenados a seguir a su señor a la tumba. Los 47 ronin –título con el que se populariza actualmente en Occidente– no desconocían su sino, pero el sentido del sacrificio era menor a la restitución del honor por la muerte injusta de su señor.
No hay japonés que desconozca la leyenda, reproducida en filmes, teatro, marionetas, videojuegos y mangas. Pertenece al folclor más apreciado del país pues ejemplifica el espíritu del bushido. Kurosawa contribuyó también a la leyenda. Los siete samuráis abona el mito de la valentía, del honor y de la nobleza de aquellos caballeros. Ubicada hacia el siglo XVI, los samuráis habían perdido ya los privilegios de sus orígenes y deambulaban por el país en busca de un amo a quién servir. En la película sirven a una comunidad campesina indefensa y pobre, asolada por los bandidos. El filme muestra las virtudes de los varones que acceden a darles protección y al final destaca el sacrificio de los guerreros: sólo dos sobreviven.
No escasean en Occidente los aficionados a los mitos del samurái y del bushido. Ocurre que la casta guerrera japonesa posee ideales y valores que agregan al espacio del honor, la nobleza y la lealtad ideales una adición. En Japón, sin la atadura religiosa del pecado, el guerrero llevaba al límite el valor y la preservación del honor mediante la muerte ritual. Con ella (cuyo nombre propio es seppuku y no harakiri), el samurái aseguraba honor y fama.
El bushido es el código moral de los guerreros y posee un fuerte acento religioso. Hacia el año 552 la Corte de Yamato adoptó oficialmente como religión el budismo, que habían llevado los embajadores coreanos. La fusión de elementos del budismo y de la doctrina confuciana infundió en los guerreros una espiritualidad que, con los siglos, se tornaría una práctica recogida por toda la población. Siendo el budismo una religión pacífica, no deja de sorprender la enorme atracción que ejerció en los samuráis. Mas fueron las técnicas de liberación mental del zen –filosofía proveniente de China en la que sus adeptos buscan la armonía para acceder a una aprehensión directa del mundo– las que sedujeron a los caballeros armados.
Luego las enseñanzas del bushido se idealizaron en una suerte de doctrina apologética de la existencia del guerrero en una sociedad pacificada, dando paso a la imagen del samurái como educador social y garante del orden público. La crónica de Takeda, que establece dicha preceptiva, casaba muy bien con las virtudes confucianas. En el período Edo, bajo el shogunato de Tokugawa (1600-1868) se impuso un orden confuciano que les aseguró enorme autoridad espiritual y un poder temporal comparable al de los funcionarios letrados.
Con los misioneros portugueses llegaron también los moscardones y empezó el fin de aquella casta. Al mediar el siglo XIX los samuráis sumaban el cinco o seis por ciento de la población –alrededor de un millón y medio– y constituía la clase más improductiva y costosa de sostener. Luego, en 1853, aportó en costas niponas la escuadra del Comodoro Perry y se desencadenó el proceso que culminaría con la Restauración Meiji, en 1868. Con ella comienza la nueva era japonesa, en la que los samuráis desaparecen. Los guerreros se dedicarán entonces a los negocios y otros asuntos.
Escena de Los siete samuráis de Akira Kurosawa
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