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Verónica Murguía
Ahí viene el doce
La otra tarde, mientras rastrillaba el cajón de arena de mi gato, recibí una llamada de una mujer que fue amiga mía desde la primaria hasta la invasión de Irak. A pesar de que tomé la bocina con recelo –limpiar caca de gato me pareció, en ese momento, una tarea deliciosa de la que no quería ser apartada–, la conversación fue agradable, sobre todo porque esta persona no recuerda cuál es la razón de nuestro alejamiento. Es más, sospecho que por eso me llamaba: para esclarecerlo. Pero colgó en las mismas, pues no quise mencionarle que habíamos protagonizado una discusión de dientes apretados y miradas homicidas en un restaurante, por el asunto de las armas de destrucción masiva.
–¿Cómo crees que los gringos van a invadir un país nomás porque sí? –me preguntó esa tarde.
–No porque sí, por el petróleo, mensa –contesté–. ¿Qué no lees nada?
–¿Y tú crees que sabes todo? ¿Desde cuándo eres una autoridad en armas nucleares?
–Desde que leo lo que declara Hans Blix. Reconoce que el tipo sabe más que una señora chilanga cualquiera. Y ya mejor cambiemos de tema.
Ella, enojadísima, me preguntó entonces si me caía bien Saddam Hussein, le contesté que obviamente no. Ella replicó que a mí lo que me pasaba es que me caían mal los gringos; yo repuse que no todos, pero que Bush sí. Para no hacer el cuento largo, a la mitad de la discusión y mucho antes del postre, pedimos la cuenta y nos fuimos cada quien por su lado para no volver a llamarnos jamás. Hasta la otra tarde, cuando estuve a punto de preguntarle si ya se había enterado de que no hubo las dichosas armas.
¿De qué hubiera servido? De nada. Pero qué ganas me dieron.
La noche horrible en la que vi en el noticiero las imágenes de la destrucción del Museo de Arqueología y el Archivo Histórico en Bagdad, estuve a punto de salir de la casa en pijama para ir corriendo a ver a esta mujer y reclamarle. ¿Reclamarle qué? ¿Su opinión? Esta persona es, por lo demás, muy buena gente. No sabe volar aviones, pero si supiera, no creo que aceptara pilotear bombarderos sobre Bagdad. De todas formas, la amistad se fue por un tubo.
Y esos son asuntos de Asia central. Imagínese el lector cómo se han puesto las cosas desde el infausto 2006 a la fecha. Primero, el desafuero. Ahora que la Suprema Corte de Justicia cambió el veredicto sobre el predio de El Encino (ya ni la burla perdonan), me dan ganas de telefonear a unos cuantos, entre ellos dos parientes, para comentar el asunto. Pero ya no puedo llamarlos porque, a diferencia de mi ex amiga, recuerdo perfectamente que reñimos por eso.
Desde entonces a la fecha, los mexicanos no hemos tenido descanso. No sólo porque los resultados de las elecciones fueron, para decirlo lo más sosegadamente posible, dudosos. El baño de sangre con el que Felipe Calderón ha tratado de lavar su imagen ha destruido muchísimas vidas, y las discusiones en torno a sus medidas y estrategias se han tornado cada vez más agrias. Yo no puedo, a pesar de que me esfuerzo, referirme a este gobierno con imparcialidad, pues cada medida, cada declaración, cada respuesta, me crispa más. El año pasado llegué al extremo de discutir con las escasas tres personas que conozco a las que les gustó el desfile del bicentenario.
–Perdóname, pero ese globo parecía un dragón chino. Nada que ver con Quetzalcóatl –era el comienzo usual de mi perorata.
Una amargada hecha y derecha. Ni un chile en nogada me comí.
En los tiempos que corren, las sobremesas se pueden convertir en batallas campales, las diferencias de opinión en peleas estériles, las conversaciones en terrenos minados. Todos somos sensibles a los problemas nacionales, porque, sencillamente, se han tornado de vida o muerte. Cuestiones como la legalización de las drogas, el papel del ejército en la sociedad, la capacitación de la policía, el destino de los dineros del erario, se han convertido en un salpullido mortífero.
Y me temo que discutir, al menos como lo hemos estado haciendo todos hasta ahora, es un gasto inútil de energía. Yo no sé qué vamos a hacer ahora que viene 2012 –además de votar con responsabilidad– para conservar los amigos que tenemos y mantener una porción de ecuanimidad.
Quizás el secreto consista en detectar quién, de verdad, está dispuesto a dialogar. Y si nos da por el monólogo, retroceder y abrir las orejas, pues para monólogos inútiles y llenos de falsa superioridad moral, con los políticos basta y sobra.
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