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Tradiciones que no se
han de cuestionar
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Tradiciones que no
se han de cuestionar
Alessandra Galimberti
Adelina es zapoteca, de San Bartolo Coyotopec, pueblo alfarero anclado en los Valles Centrales de Oaxaca. Así se presenta y se siente ella aun cuando, como la mayoría de sus paisanos, no hable la lengua originaria de sus antepasados. Y es que la lengua es el elemento cultural que a lo largo de los años se ha sacrificado, no tanto para asegurar la integración, como para disminuir la discriminación. De este modo se pasa desapercibido. Como ella misma afirma, la identidad indígena va más allá del idioma, la sangre y el rostro, y se nutre del sentimiento de pertenencia, de la conciencia histórica, de las prácticas cotidianas, del honrar la herencia prehispánica y también, por supuesto, del barro.
Adelina Pedro Martínez es artesana del barro negro, ése mismo que los antiguos modelaban para elaborar piezas fundamentalmente ceremoniales. Antes de la conquista española, con el barro se veneraba a los dioses; hoy en día se reverencia a los antecesores. Y en esta línea que une el pasado con el presente, se ubica Adelina con sus manos orgullosamente embarradas, como un punto más que asegura en el tiempo la continuidad y vitalidad de todo el pueblo zapoteca.
Vitalidad salpicada de sincretismo, encantamiento y espiritualidad; esa misma que, cuando chiquita, se le evidenció y la deslumbró una tarde jugando, de regreso de la escuela, al descubrir en un montonal de cenizas y abono, al fondo del patio, una sirenita quebrada, empolvada, mal quemada, desechada, a saber desde cuándo, que enseguida la remitió a la Matlazihuatl de aquella leyenda que su abuelo le gustaba contarle una y otra vez.
Sirenas, Adelina Pedro Martínez |
Ahora, con sus cuarenta y seis años bien cumplidos, Adelina hace sirenas; sirenas de pechos erguidos, descubiertos, al aire, con el cabello largo, largo, negro, negro, queriendo así subrayar la belleza innata de las mujeres de su etnia, contrarrestar los estereotipos eurocéntricos y entrelazarse, cual gesto atávico, con la ancestralidad.
El trabajo en barro representa para ella la conciliación de los polos; significa reivindicación cultural; también paz y afirmación femenina: todas las mañanas, después de preparar y servir el almuerzo, y en las tardes, tras acabar la comida, se refugia en su taller para dar vida a las sirenas, los ángeles, las aves y demás seres de la imaginación colectiva que ella elabora al vaciado y detalla minuciosamente a punta de cuchillo. En las noches, antes de acostarse, como ritual de despedida, regresa para echarles el último ojo y cerciorarse que reposan en sosiego. Este día a día le permite sentirse plena, a la vez que le brinda un sustento económico, fortaleciéndola en su autoestima y autonomía. Al igual que el esposo, ella aporta para los gastos de la familia, quebrantando de esta manera el machismo siempre latente.
Desde niña sabe vender, lidiar con clientes, transportar la mercancía de aquí para allá. A los doce años, con el afán de apoyar en la comercialización de la producción familiar y de llevar un dinerito a su mamá, se aventuró por primera vez al tianguis que en aquel entonces se ponía semanalmente contiguo al mercado 20 de Noviembre, en el centro de la ciudad de Oaxaca. Luego, hasta los diecisiete, acompañó puntualmente a su padre en sus continuos viajes al Distrito Federal donde distribuía las piezas que él realizaba y su madre pulía. Su padre, Antonio Eleazar Pedro Carreño, artesano innovador que supo saltar de la manufactura utilitaria a la ornamental, fue su maestro, el que le transmitió los conocimientos de la alfarería, los secretos del barro, y le contagió el deleite por la creación de piezas originales que responden más al gusto propio que al ajeno.
Con el curso de los años, Adelina ha aprendido a diferenciar los mercados y a adecuar la producción a la demanda diversa y cambiante. Por un lado, la cerámica utilitaria destinada a los tianguis circundantes, hecha de silbatos, pichanchas, cántaros o apastles que hornea a máxima temperatura para que se tornen de un reverberante color plateado y así de gran resistencia. Aparte los trabajos por encargo: el deseo del cliente es el arranque para idear las piezas requeridas, como las lámparas de pared que hoy en día arrojan luz en los pasillos de la Escuela de Beisbol del magnate Alfredo Harp Helú. Por otro lado, las piezas para exhibición, como las palomas de brillante negrura que, años atrás, volaron para exponerse en una galería de San Francisco, California. Por último, están las piezas de colección, las más minuciosa y amorosamente elaboradas, a las que Adelina le dedica mucho tiempo e imaginación. Éstas son destinadas a los concursos que celebra el Instituto Oaxaqueño de las Artesanías o el mismo Museo Estatal de Arte Popular que, sito en la plaza principal de San Bartolo, juega un papel trascendental en la promoción de la artesanía local.
Ubicada también en la circunscripción del pueblo, en las faldas de un cerro, dentro de tierras comunales, como a un kilómetro del centro, la mina es la que desde tiempos inmemoriales provee de barro a los artesanos. Es la mina sagrada, la que se ha de proteger y preservar, ya que es la que brinda el sustento económico y cultural a toda la comunidad y porque gracias a ella Adelina cuenta con un lugar en este universo. Por ello, Adelina Pedro Martínez acata sin cuestionamiento ninguno lo que su papá le explicaba de pequeña y antes su abuelo y más antes todavía la memoria del pueblo entero: la prohibición estricta que tienen las mujeres para pisar la mina. Ellas pueden verla en fotografías, divisarla desde la lejanía, nombrarla, pero nunca ir hasta ella. Pisarla equivaldría a profanarla y provocar la perdición de toda la comunidad. Solamente los hombres, esposos, hermanos, padres pueden llegar y extraer el barro necesario. Las mujeres, como Adelina, aguardan pacientes abajo, en sus casas, con las manos listas para modelarlo. Así manda la tradición y Adelina no desea ninguna maldición… ¿por qué la desearía?... “La vida te da; te quita y te da…”
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