Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
El Estado nos debe
No nos ahorra los muertos; sí las explicaciones. No nos ahorra el dolor; sí la justicia
Francisco Segovia
Dos poemas
Tasos Livaditis
Arte, matemática y verdad
Antonio Martorell
Me llaman desde acá
Hjalmar Flax
Los caminos de Graham Greene
Rubén Moheno
Una cita con el general
Graham Greene
Viajero del éter
Iván Farías
Leer
Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Corporal
Manuel Stephens
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch
Directorio
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Rogelio Guedea
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Blackberry
No tengo un blackberry y no envidio a quienes tienen uno. Pocos saben el peligro que esto significa, sobre todo si está conectado a Facebook, Twitter, y puedes de paso navegar horas largas en internet. Todo esto es lo de menos. Lo demás es cuando los otros saben que tienes un blackberry conectado al mundo y no reciben contestación inmediata a su mensaje. No podría estar en los zapatos ni del que recibe el mensaje, que sabe que el remitente sabe que ya lo has visto, ni del remitente, seguro de que el destinatario lo ha leído y, pasadas dos o tres horas, tiene la certeza de que le están dando la espalda. Yo no podría vivir así. Nadie me creerá si digo que en Nueva Zelanda he determinado incluso no contestar ni el teléfono fijo. Preferí pagar el servicio de mensajes para aquellos que desean contactarme. Ya les devolveré la llamada, si no tengo más remedio. El asunto con el email me fascina porque uno puede simplemente decir: no lo recibí. Me está fallando mi servidor, etcétera. Pero con el blackberry la cosa se complica, porque aquel tiene otra arma: coger su propio blackberry y llamar para preguntarte que qué pasa. Yo viviría helado, patizambo, siempre en la cuerda floja, y el solo hecho de pensar que alguien me hablará para reclamarme me hace –no se me tome a broma– enmudecer. |