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Slow Food. Slow Music
En Wikipedia se puede leer: “Slow Food es un movimiento internacional que se contrapone a la estandarización del gusto y promueve la difusión de una nueva filosofía que combina placer y conocimiento.” Igualmente, dice: “Salvaguarda las tradiciones gastronómicas regionales con sus productos y métodos de cultivo.” Su símbolo, desde luego, es el caracol. Idea nacida en Italia en los años noventa, sus raíces han crecido invadiendo otras actividades del hombre relacionadas con el consumo, físico o intelectual, incluida la música. En tal terreno, empero, el concepto de lentitud resulta comúnmente confuso o mal juzgado.
Interpretado literalmente, en el glosario de la música de concierto la lentitud se refiere a composiciones cuya velocidad oscila entre los 20 y 70 pulsos por minuto (grave, largo, larguetto, adagio). También es una etiqueta comercial, Slow Music o Down Tempo, que apela a géneros parsimoniosos (clásica, jazz ligero, electrónica, new age o música del mundo). Igualmente, y como ya dijimos, se trata de una filosofía que intenta promulgar comportamientos auditivos distintos, alejados del frenetismo de la información digital. A esta última acepción deseamos referirnos hoy, domingo tranquilo, lento domingo.
¿Añoranza, romanticismo, melancolía? Tal vez. Pero ello no significa que la idea de Slow Music interese sólo a quienes vivieron el acetato y el casete, la búsqueda de discos en tiendas, la ausencia de la red como vehículo de hallazgo y “compromiso”. En otras palabras, este movimiento no existe gracias a un club de adultos decepcionados, sino a melómanos de toda edad que entienden algo fundamental: escuchar una pieza, un álbum, un concierto, es una actividad que merece más respeto y atención, más tiempo y disposición del que hoy se les brinda.
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En su libro La lentitud (1994), Milan Kundera desarrolla el tema con amplitud y agudeza. De hecho, si bien hay literatura al respecto, falta una difusión a nivel de calle, lo que no sucede porque atentaría contra el “dinamismo” del mercado. Extrañamente, todos están de acuerdo al plantearse la calma necesaria para apreciar cuadros, textos y esculturas en su justa medida. No así el mundo de la música, cuya industria desaparece mirando la hegemonía de Twitter y Facebook (tan necesarios como repugnantes), la urgencia que impera destruyendo profundidades, la falsa amplitud de la comida rápida que atenta contra las mejores recetas de la abuela. Citando ejemplos recientes, llama la atención que el nuevo disco de Radiohead haya causado furor mundial una semana, para inmediatamente desaparecer de entre los temas importantes en internet. Igualmente, son cada vez más los que olvidan la última ocurrencia de Lady Gaga o menos quienes, a unas semanas de ocurridos, continúan reflexionando sobre el legado de Eugenio Toussaint y Rita Guerrero. Nada está durando lo que debiera. Todo, lo más y lo menos importante, se ha vuelto llamarada de petate.
En sentido contrario hay bandas, como Sunn O))), que combinan distintos elementos del concepto slow produciendo composiciones de gran lentitud, fuera de los parámetros del mainstream, obligando a su creciente audiencia a presenciar texturas y paisajes sonoros en los que poco ocurre aparte de una pared sónica distorsionada y de alto volumen. Recordamos también al fugaz grupo Slow Music Project, formado por el gran Héctor Zazou, Fred Chalenor, Robert Fripp (King Crimson), Bill Rieflin (REM), Peter Buck (REM) y Matt Chamberlain (Brad Mehldau). Formado en Seattle al calor de la improvisación, el grupo buscó a finales de los noventa meter freno a la vorágine y las formas de la rapidez a través de una improvisación lentificada. En igual creencia se haya Música para aeropuertos, de Brian Eno o mucho de lo escrito por Arvo Part; el Kind of Blue, de Miles Davis, y tantos álbumes más nacidos del fuego lento, no de la sinapsis desenfrenada.
Así las cosas, lentamente, proponemos volver a la fonoteca personal, física o virtual, para redescubrir lo que algún día nos conmovió, lo que ha sido silenciado por la superposición de la oferta. Regresar al soundtrack de vida, vacunarnos contra la “novedad”. Regalarnos el tiempo para repetir la misma pieza, el mismo disco de Bach o Pink Floyd; para recordar por qué no podemos, no debemos otorgarle adjetivos inmerecidos a conjuntos noveles, aunque llenen estadios y se inflen al calor de la vendimia. La permanencia se talla a mano, poco a poco, poco a poco, poco a poco…
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