Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
El Estado nos debe
No nos ahorra los muertos; sí las explicaciones. No nos ahorra el dolor; sí la justicia
Francisco Segovia
Dos poemas
Tasos Livaditis
Arte, matemática y verdad
Antonio Martorell
Me llaman desde acá
Hjalmar Flax
Los caminos de Graham Greene
Rubén Moheno
Una cita con el general
Graham Greene
Viajero del éter
Iván Farías
Leer
Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Corporal
Manuel Stephens
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch
Directorio
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Felipe Garrido
Compasivo
Hubo una vez un soberano –no te distraigas– de todos conocido por su ilimitada bondad. El Compasivo, le decían, y en verdad merecía ser llamado así. Tenía incontables súbditos que cada noche, y siete veces cada día, imploraban su piedad. Y él accedía; siempre estaba dispuesto a aliviar sus dolores. Y para que más notable fuera el alcance de su clemencia, el rey solía provocar calamidades, de manera que pudiera probar su compasión. Una noche ordenaba que una presa se reventara; o que las llamas de un incendio consumieran dos o tres pueblos; o que alguna plaga mortal segara la vida de incontables inocentes; o que unos buenos vecinos mutuamente se empalaran, se colgaran, se decapitaran. Y luego, siempre, les enviaba ayuda, oh sí, los consolaba, los confortaba, los ayudaba a rehacer su vida y todos en verdad lo veneraban porque no conocían a nadie que fuera más caritativo y bondadoso. [De las historias de san Barlaán para el príncipe Josafat] |