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Ricardo Guzmán Wolffer
El cura, con sus dos autos importados en la parte posterior de la iglesia, continuó su sermón. Hermanos, es necesario que sacrifiquen un poco de sus riquezas para embellecer nuestra querida parroquia. En cada misa él era un mártir, un sufriente por los incontables pecados de sus feligreses; los trucos histriónicos, bien preparados todas las noches ante sus concubinas, nunca le fallaban.
Un arquitecto, compadre del cura y su suegro sin saberlo, le hizo un presupuesto justo, además de no cobrar honorarios. Al mes de iniciar la colecta, el padre tenía el doble de lo necesario. Pagó a todos los trabajadores, excepto a los albañiles: el Transam necesitaba otros amortiguadores. Esa noche decidió festejar: vino y mujeres nuevas. Al día siguiente, entre la resequedad de la boca y el dolor estomacal, notó un faltante en el buró. Sudando, confirmó sus sospechas: las mujeres habían robado el dinero de la colecta.
Hermanos, tendrán que esperar a que la colecta rinda un poco más, aún no es suficiente para pagarles, pero Dios se los pagará en la otra vida. Los albañiles asintieron en silencio. En ese momento un pedazo de pared se desprendió y la imagen de Jesucristo fue a dar al suelo, haciéndose añicos. El cura tronó la boca, en una semana llegaría el obispo superior. Mira, hijo mío, no sé cómo le vas a hacer, pero para el próximo lunes debe haber una imagen igual de Nuestro Señor o vas a tener un problema conmigo. El albañil, cabizbajo, fue en busca de su primo, el artesano.
Con su sotana raída y sin ninguna de sus carísimas joyas, el cura paseó al anciano obispo por la capilla. Y mire usted, señor obispo, ese Cristo es nuevo, de porcelana; ha sido mucho dinero, pero valió la pena. El obispo estaba conmovido. De pronto, las cejas blancas se detuvieron: había un punto negro en el pie de la imagen. Extrañado, ordenó al albañil, quien recogía sus instrumentos, que bajara con cuidado el Cristo. Aquel obedeció. Cuando el superior tuvo el pie del Jesús en la mano, y antes de que el cura dijera algo, le preguntó al albañil: “¿De dónde trajeron esta figura, hijo mío?” “De nuestro corazón, señor obispo, la hicimos con el corazón, contestó”, temeroso. “Pero de qué material, hijo mío”, volvió a preguntar, mirando de reojo al padre. “Pues fíjese que el adobe estaba muy blando y no pudimos conseguir más tierra ni piedras, padrecito.” El obispo, indignado, le gritó: “¡¡Pero de qué material, hijo!!” “De caca, padrecito, de caca.”
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