Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 3 de enero de 2010 Num: 774

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Bazar de asombros
HUGO GUTIÉRREZ VEGA

La imagen
RICARDO GUZMÁN WOLFFER

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MINAS DIMAKIS

Fraternidad y política
BERNARDO BÁTIZ

¿Lo dijo o no lo dijo?
ORLANDO ORTIZ

La realidad cúbica de Juan Gris
ESTEBAN VICENTE

La incomprensión crítica sobre Juan Gris
FRANCISCO CALVO SERRALLER

Juan Gris, el poeta cubista
MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ

Estética de la erosión
RICARDO VENEGAS entrevista con RAFAEL CAUDURO

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Fraternidad y política

Bernardo Bátiz

La palabra fraternidad, sola o unida a sus dos hermanas gemelas pero no gemelas idénticas, libertad e igualdad, es una palabra evocadora, nos remite a los siempre renovados sueños de una edad de oro que se esconde en la niebla del pasado o que se vislumbra apenas, a lo lejos, en un amanecer que no acaba de iluminarnos.

Tiene que ver con La ciudad del sol, de Campanella, con la Paz perpetua, del abate Saint Pierre y Juan Jacobo Rousseau, con la Utopía, de Tomás Moro, con los falansterios de Fourier, con el estadio científico o positivo de Augusto Comte, con la sociedad sin clases de Marx. En el trasfondo de su significado encontraremos siempre la exigencia de que nuestra ciudad fallida, herida de egoísmos, errores y traiciones, en la que el hombre es el lobo del hombre, se acerque lo más posible a otra que le sirve de modelo, a la ciudad fraterna, a la Ciudad de Dios, según la concepción de Agustín de Hipona, o similar a la República de Platón gobernada por los filósofos.

En todas esas concepciones del pensamiento más elevado y bien intencionado de las diferentes edades de la historia, hallamos siempre un juego dialéctico entre la sociedad ideal, soñada e imaginada como perfecta y alcanzable, y la otra, la civitas diaboli, como San Agustín designa a la ciudad de los hombres, y en ese choque entre lo imperfecto de la realidad y lo perfecto del ideal concebido, hay una línea permanente de relación, un correr paralelo en el que ambas ciudades, la utopía y la realidad, se retroalimentan y mutuamente se influyen; en la ciudad de los hombres habrá más orden, más justicia, más seguridad y por todo ello más felicidad, en la medida en que sus estructuras se asemejen más al modelo; en la misma proporción en que sus instituciones imperfectas y caídas se amolden a las que se describen en el plan maestro que es la utopía, la sociedad de la igualdad, de la libertad y de la fraternidad se hará realidad.

La fraternidad, en sentido estricto, es la unión entre los hermanos, en el mundo de la sociedad antigua, una fratría es un sector de una tribu o de una gens que se compone de hermanos, que dependen para su subsistencia unos de los otros y que tienen entre sí lazos de unión y de apoyo mutuo, que los integra en una comunidad identificable y sólida a la que la singularidad o individualidad se sacrifican.

A su vez, los grupos más amplios eran también fraternidades, las tribus, las gens, las ciudades mismas se identificaban entre sí como si fueran comunidades hermanas. Grecia es el ejemplo más acabado, fuera de la Hélade quedaban los extranjeros, los enemigos que constituían un peligro, que infundía temor, pero que servía de contrapunto al sentimiento patriótico y al orgullo nacional.

Ese sentimiento de hermandad, que se manifestaba principalmente en el mutuo apoyo, en la dependencia de unos respecto de los otros, en el trabajo común, la defensa común y también en el culto religioso y en la alegría de la fiesta compartida, se perdió con el tiempo y la fraternidad se disolvió en egoísmos y diferencias sociales que desembocaron en formas de convivencia, en las que unos eran los poseedores de la riqueza, de la autoridad, de los cargos y magistraturas y los demás ya no eran hermanos sino siervos, súbditos sujetos a los de arriba e inferiores en la estructuración social.

En la Revolución francesa, ese gran movimiento en contra de la tiranía y principalmente a favor de la igualdad, se vuelve al concepto abandonado pero no olvidado; con la nueva conciencia que adquieren los integrantes del pueblo de ser ciudadanos, la revolución proclama, a partir de la Declaración de los Derechos del Hombre, que ya no hay monarcas ni nobleza, ni jerarquías, todos seremos, a partir de entonces , ciudadanos iguales en posición y en valor social.

Aparece nuevamente la comunidad de los hermanos, la fraternidad de los que se sueñan libres y se saben iguales; es entonces cuando se derrumba estrepitosamente la división entre los señores y la plebe, entre los nobles y el pueblo llano. Hermanos otra vez, iguales ante la ley y libres. Se acabó la monarquía y surgen la república y la democracia.

Pero muy pronto, en ese correr simultáneo del bien y del mal en la historia a que se refiere Maritain, las cosas volvieron a descomponerse y saltando mares y siglos, después de innumerables luchas, entre el impulso hacia la fraternidad y la igualdad, por un lado, y el impulso contrario hacia la tiranía y el autoritarismo, por otro, nos encontramos hoy aquí, en un mundo en que es necesario resistir el juego de las tensiones continuas, un mundo en el que hay de todo, que avanza y retrocede, pero en el que percibimos que la fraternidad se ha olvidado como regla de vida, y esto no sólo en la política, que es el tema de este trabajo, sino también en otros ámbitos de las interrelaciones sociales en que la fraternidad se deslíe, se oculta, se borra del ambiente social y queda cruda y descarnada la sociedad de la desconfianza, el rencor y, en el último de los casos, de la indiferencia hacia los demás.

¿Qué hay que rescatar?, ¿qué es necesario ondear como una bandera, si es que queremos realmente salir de la sociedad poco solidaria y nada fraternal e intentar una nueva construcción social, institución de hermanos, en la que haya paz, justicia, equidad, orden, verdadero estado de derecho? Todo tendrá un nuevo significado, es muy fácil decirlo, si rescatamos la fraternidad, ésa que tanto invocamos y que implica el reconocimiento, difícil de aceptar a veces, de un origen o de una génesis común, para decirlo directamente y con toda sencillez. Reclama este concepto la existencia de un padre común; no es posible pensar en fraternidad sin esa unidad de procedencia; somos hermanos porque descendemos de un tronco común, somos de los mismos, nuestros prójimos, los demás no nos son ajenos.

Para que haya fraternidad, que no es otra cosa que hermandad –tenemos que repetirlo–, que es más fuerte que el compañerismo y que la camaradería, es necesario reconocer nuestra procedencia de una misma estirpe, nuestra pertenencia a una misma progenie que nos une. Sentado este principio podemos ya descender a los escalones un poco más abajo, más cercanos a nosotros, a los ámbitos concretos en los que el concepto se vuelve práctica y regla de convivencia entre las personas, la política, que no es otra cosa que el arte de buscar el poder, ejercer el mando, tener autoridad, todo ello para que sirva a un fin.

La pregunta de este momento necesariamente es: ¿qué nos lleva a la fraternidad y por ella a la libertad y al sueño aún más difícil de la igualdad?, ¿qué nos aleja, qué nos separa del concepto y también de la praxis a la que ese concepto nos empuja?, ¿qué nos sirve para decir que prevalece la fraternidad en nuestra comunidad política y qué nos impide, nos estorba su establecimiento como regla de convivencia?

Un intento de respuesta a estas preguntas necesariamente pasa por un plano ideal, de principios abstractos y convicciones pertenecientes al mundo del deber ser, y por un plano real, perteneciente al mundo del ser, de prácticas concretas, de palabras, de programas y de proyectos en espacio y tiempo determinados. Más precisamente, de acciones intencionadas de mujeres y hombres actuando en sus relaciones con los demás. Las acciones que frecuentemente son palabras y aun gestos, son las que podemos, en última instancia, calificar de fraternas o de egoístas, de propias de hermanos o de propias de enemigos.

La respuesta en ambos planos, el del deber ser y el del ser, es que la relación entre nosotros sea tal, que por encima de diferencias que sin duda las hay y las habrá, esté siempre listo en la voluntad un retorno a la hermandad, al afecto, al sentido de pertenencia, al respeto mutuo que lleva a la tolerancia y a la solidaridad.

En la medida en que en nuestra interacción social y en la motivación de ella se inserten procesos conjuntivos, que nos acerquen a los demás (para usar el lenguaje de la sociología), estaremos actuando en favor de la fraternidad. Estos procesos son la asimilación, la integración, la cooperación y, en tanto nuestras relaciones se inserten en procesos disyuntivos que nos separan, como la obstrucción, la competencia feroz, el conflicto, estaremos alejándonos de la fraternidad y resbalando al egoísmo y a la desigualdad.

Ahora bien, nuestra realidad nos dice que la fraternidad, que en la dimensión teórica pareciera fácil y accesible, a ras de tierra, en la vida cotidiana las cosas no son tan sencillas. Lo cierto es que los hermanos se pelean, que Caín esta ahí, y que poner en práctica el amor fraterno no es tan fácil, mucho menos en política.

Pero tampoco seremos tan faltos de esperanza y tan derrotistas que la pensemos inalcanzable; la fraternidad no es imposible. Los hermanos pelan, pero se reconcilian, el fin común, el riesgo compartido, el instinto de conservación, los vuelve a unir, nos vuelve a unir. La receta es que no hay receta y que lo único posible es la tensión y la atención permanente para mantenernos fraternos en el mundo que nos rodea y que no siempre es como quisiéramos que sea. Lo posible es buscar a la fraternidad en los otros referentes asociados a ella desde la Revolución francesa; tenemos que volver los ojos a la igualdad y a la libertad.

En política concreta, la historia reciente, la de apenas ayer y la que hacemos hoy, puede ser nuestro motivo de reflexión, lo que nos facilite el entendimiento de la fraternidad en el mundo donde nos toca actuar, sin abandonar nuestra utopía. La realidad, por contraste, nos aclara cuándo, en qué casos y en qué momentos estamos actuando bajo la luz fraternal y cuándo nos encontramos muy lejos de ejercer una política iluminada por la virtud de que se ocupa este trabajo.

Usaré en esta referencia empírica tres ejemplos: la campaña política, la política económica de nuestro tiempo y la propuesta para la justicia y la seguridad.

Una campaña política, por respeto a los votantes que hemos de considerar como de los nuestros, debe estar encaminada a informar bien y con veracidad a los que van a participar, sobre los candidatos, los principios partidistas y los programas políticos; por tanto, las campañas mentirosas, de calumnias, de descalificaciones, que infunden temor sobre alguna persona o sobre una propuesta, son contrarias abiertamente a la fraternidad. Cuando se emplea a expertos en mercadoctenia sin reglas éticas, que se dirigen más a los ojos de los votantes que a su razón, estamos ante una campaña que puede ser exitosa, pero que por su falta de respeto a los demás no podemos calificar de fraterna.

En materia de política económica, el crudo capitalismo liberal, la libre competencia y la sujeción sin matices a las leyes del mercado, son contrarios a la fraternidad; es la política de los desiguales, en la que el pez grande se come al chico. Serán en cambio políticas inspiradas en los sentimientos fraternales las que respetan a los trabajadores sus derechos a organizarse, a la participación en las utilidades y en la dirección de las empresas, y que consideran al trabajo no como una mercancía o un factor más de productividad, sino como un valor superior al del capital.

La política económica que menosprecia el trabajo nacional frente al trabajo extranjero, que busca los negocios particulares, las comisiones, las concesiones, l as ventajas de cualquier tipo, es contraria a la fraternidad y tenemos que señalarla como formula de corrupción.

Una política económica que tolere la explotación de los trabajadores por los dueños del capital, aun cuando pudiéramos ser tachados de anacrónicos, tiene que ser por naturaleza antifraternal; lo mismo podemos decir de la explotación inmisericorde de los consumidores cautivos e indefensos, en manos de las grandes corporaciones que los ven sólo como números en sus estadísticas.

En la política de seguridad y de justicia, especialmente en materia penal, dos escuelas se disputan el campo teórico y práctico de la ciencia jurídica. Ambas están representadas por sendos autores europeos, modernos ambos y ambos influyentes entre sus seguidores, lo mismo en el mundo de la academia que en el de las políticas prácticas implementadas por gobiernos muy concretos.

En nuestro país encontramos ambas corrientes, acomodándose, haciéndose espacio una a costa de la otra, tanto en la nueva legislación penal como en la política expresada en los discursos de quien detenta el poder.

La primera de estas corrientes, contraria por supuesto al valor de la fraternidad, es la que se ha llamado, igual que el libro de su más conocido expositor, el germano Günter Jakobs, El derecho penal del enemigo.

Sostienen este autor y sus seguidores, en la mal llamada reforma judicial para combatir a la delincuencia organizada, que los derechos humanos y su respeto son sólo para los ciudadanos comunes y cumplidos, mas no para los delincuentes, enemigos de la sociedad, como narcotraficantes o terroristas. Un conocido y mal calificado político, hace unos pocos años, fue involuntario vocero de esta escuela, al decir que los derechos humanos son para los humanos y no para las ratas.

El derecho penal del enemigo considera que quienes violan la ley dejan de ser humanos, que no son titulares por tanto de derechos ni garantías y que en contra de ellos se pueden emplear todo tipo de atropellos y de violaciones a los procedimientos y a las garantías individuales.

Dentro de esta corriente de pensamiento se ubican las reformas que han entregado a las manos de la policía, y del ejército habilitado como policía, la investigación de los delitos, quitando esta función de la exclusividad constitucional que tenía el Ministerio Público; en esta línea encontramos también la autorización del espionaje, de los retenes, de los allanamientos domiciliarios, los arraigos indefinidos y los malos tratos que se han vuelto el pan de cada día en el ejercicio de la investigación de los delitos, de la procuración y de la administración de justicia.

Lamentablemente, ya nos estamos habituando a que los detenidos, sean o no culpables, cuando todavía no hay juicio ni sentencia, sean presentados a los medios en forma degradante, atados de manos, despojados de alguna de sus ropas, en posiciones humillantes, atropellando los principios de presunción de inocencia y no aplicación de penas infamantes o tratos degradantes.

Frente a esta posición contraria a la fraternidad, está la escuela garantista que encabeza el jurista italiano Luigi Ferrajoli, autor de la obra conocida universalmente Derecho y razón, defensor del respeto a las garantías individuales y las libertades humanas en todo proceso de procuración y de administración de justicia, sea quien sea el sujeto que es sometido al mismo. Defiende, en realidad, un antiguo principio aceptado universalmente, desde que los derechos humanos han sido considerados y alcanzados como una conquista de libertad, de igualdad y de fraternidad: el que todos debemos ser considerados como inocentes mientras no se haya dictado una sentencia firme en nuestra contra, declarándonos culpables, y que, aun siéndolo, seguimos perteneciendo al género humano y por tanto merecedores de respeto y consideración, independientemente de las penas que la ley establezca por los delitos cometidos.

Lamentablemente, políticas actuales en diversas partes del mundo, incluido nuestro país, consideran a quienes infringen la ley como seres excluidos del derecho, como “ratas”, según la torpe pero certera definición a que antes me referí y, por tanto, víctimas de vejaciones y atropellos. Basta leer los periódicos y ver las fotos de los apresados y sospechosos para corroborar lo que afirmo. Es necesario pensar que cualquiera puede, en un momento dado, y por diversas circunstancias, ser considerado “el enemigo” y simplemente por eso dejar de pertenecer a la fraternidad de los integrantes de una sociedad y convertirse en un sujeto que ha perdido sus derechos individuales y sociales. Por supuesto –es ocioso decirlo–, tal actitud debe ser rechazada y condenada como contraria a la fraternidad y a la libertad.

Para concluir, y como resumen final y síntesis de este trabajo, recuerdo una cita doble: se dice que Karl Schmidt, jurista muy conocido y celebre constitucionalista del régimen de la Alemania nazi, afirmó alguna vez que la cualidad fundamental de un político es identificar a sus enemigos. A lo que replicó el filosofo cristiano y activista político francés, Emmanuel Mounier, que la cualidad fundamental del ser humano, sea político o no, es identificar al prójimo.