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Juan Gris, Hombre en el café, 1912 |
Juan Gris, el poeta cubista
Miguel Ángel Muñoz
A Tomás Llorens, maestro incomparable
En 2005 tuve la oportunidad de ver, en el Museo Reina Sofía de Madrid, la gran exposición retrospectiva de Juan Gris (Madrid, España, 1887- Boulogne-sur-Seine, Francia, 1927), que es hasta hoy la muestra más amplia y completa entre todas las realizadas del pintor español –que arrancaba con el hermoso lienzo Sifón y botellas, de 1910 y concluía con la acuarela El frutero de 1926–, a menudo difuminado en un estrato secundario, por la potente imaginación visual de los inventores del cubismo: Picasso y Braque. Un primer paso crítico y decisivo para poder conocer mejor a Gris fue en 1974, cuando Jean Leymarie llevó a L' Orangerie de París la primera retrospectiva del artista en Francia, en calidad de uno de los padres del cubismo, y con una presentación polémica: junto al “espíritu dionisiaco de Picasso”, el “ fervor soberano” de Braque y el “monumentalismo” de Léger, Gris aportaba la “nobleza apolinea y la alta tensión del lirismo español”. Una sorprendente ordenación historiográfica que orientaría la recuperación del pintor en los años posteriores. Pero, sin dudarlo, el orden histórico vino de la mano del pragmatismo británico, como suele suceder. Christopher Green publicó, con motivo de la exhibición del artista en l a Whitechapel Art Gallery de Londres en 1992, su definitivo Juan Gris. Con todo y para asombro, Juan Gris es todavía un artista mal comprendido. Algunos factores afirman que la culpa es del tiempo del arte, y otros radican en el tiempo del artista.
Gris llega a París en 1906 y se instala en el territorio Picasso. Vive en el Bateau-Lavoir y cuenta con su simpatía, que lo ayudó sorprendentemente casi siempre, y la cordial condescendencia de Braque. Entre 1909 y 1910, las primeras pinturas de Gris dan testimonio de una insólita concentración intelectual en la depuración de las estéticas de la experimentación cubista. Sin duda, geometrización y fragmentación espacial, con el revolucionario empleo del Ripolin en calidad de estímulo cromático, son en esencia las “formulas” empleadas por Gris para desarrollar una obra inédita y diferente al resto del cubismo.
Juan Gris, Aún hay vida en las botellas y los cuchillos |
Desde las primeras composiciones cubistas de Gris hay indicios de un interés latente por el color en los tintes de azul, rosa y verde que da a los grises. El dibujo, por supuesto, era esencial para él. Pero hacia 1913, cuando Juan Gris conquista su propia voz, florece, o más bien hace explosión, el rasgo más personal de su obra dentro del cubismo: el color. Gris usa el color con una variedad, una intensidad y una audacia infrecuentes en otros cubistas. Es evidente que el color es un elemento clave en su proceso creativo. En los lienzos de comienzos de 1916 tenemos el último estallido del color antes de que el pintor se sumerja en un período ascético, de renuncia, de tendencia a la monocromía. Vienen una serie de bodegones esquemáticos y tenebrosos. Las sólidas siluetas negras de contornos simples y tajantes son como sombras emancipadas de los cuerpos, que han cobrado vida, como la sombra de Peter Schlemihl. El negro, igual que en Manet y en Matisse, funciona aquí como un color entre otros. Gris elimina el volumen y atenúa el iluminismo táctil para convertir el espacio en un plano vector sobre el que ordena la composición. Basta con mirar el soberbio Retrato de Josette, para entender el juego de los espacios y la fuerza poética de Gris.
Es justo en estos años de aprendizaje y retroalimentación constante, cuando descubre Gris el “método deductivo” en pintura, que consiste, como él explica, no en hacer de una botella un cilindro, como Cézanne, sino de un cilindro una botella, procediendo de lo abstracto a lo figurativo, que es quizá la definición más asequible del cubismo. La clave del desarrollo de dicho método son las “rimas pictóricas”; desde 1917 las configuraciones lineales se simplifican y pueden denotar distintas cosas. El cubismo de Gris evoluciona con el collage, la proposición perfecta, la sección de oro (El hombre del café, El reloj), el puntillismo y el paso del cubismo hermético al sintético de las formas de la realidad, con la vuelta al orden y los arlequines.
No parece fuera de lugar la evocación de Matisse en la transformación de la naturaleza muerta, del bodegón cubista propiamente dicho: en un espacio geométrico cerrado, el paisaje urbano se independiza con una nueva intersección formal fuertemente coloreada y plana. Dos ejemplos: Paisaje de Ceret (1913) y Naturaleza muerta, paisaje (1917).
La época de los arlequines, que se abre en torno a 1919, señala la persistencia de los motivos figurativos (Pierrot), más notable aún en los dibujos, tal vez el ejemplo más acabado del “método deductivo”, descubierto por el pintor con una sintaxis gráfica propia del cubismo sintético, cuando el movimiento se ha transformado ya en un lenguaje pictórico autónomo. Imágenes de la melancolía, que se distancian del carácter original lúdico o cómico del motivo y avanzan suavemente hacia cierto naturalismo simbolista que preludia el aislamiento y la soledad que acompañarían los momentos finales del pintor. Quizá la admiración de Gris por el arte contenido de Corot y la fascinación por el espacio clásico de clave ilusionista y sugerencias astrales de Zurbarán nos ayuden a entender la dramática búsqueda personal de unos signos plásticos contundentes y únicos, del Retrato de la madre del artista (1912) al apunte casi lorquiano del Retrato de Louise Gordon (1921).
Un artista complejo, en suma, difícil de calzar en los rudimentarios esquemas que achacan el desarrollo de las vanguardias históricas, llenas de personalidades creativas de admirable energía individual. Gris fue un personaje reflexivo, iluso en opinión de sus amigos, malamente recuperado por el casticismo audaz, que ha querido ver en él la última resistencia del realismo ancestral, depurado por el virtuosismo de la tradición figurativa francesa pero desconcertado por la fuerza disolvente del primer cubismo.
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