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Verónica Murguía
Querido vecino
Nadie puede escoger a sus vecinos, así como nadie escoge a su familia: son fatalidades. La familia es un destino biológico, aunque hay escuelas de pensamiento religioso que sostienen que el alma, desde un lugar semejante al limbo, escoge con deliberación entre quiénes va a encarnar en su próxima vida. Según estas ideas yo quise nacer en México (qué habremos hecho todos los mexicanos para merecer estos dos sexenios y qué sacará mi alma de bueno de esto, sólo Dios sabe); mujer, distraída y escritora. Pero ni el más optimista de los pensadores sugiere que a los vecinos los elegimos para mejorar nuestras almas inmortales. Nos son impuestos por el azar.
En otros países la ley ha tomado en cuenta las dificultades que pueden surgir entre varias familias metidas todas en un mismo in mueble y las autoridades se han tomado el trabajo de regular, con la misma energía con la que velan por la paz en los espacios públicos , algunas parcelas de los espacios privados. Gente viajera me ha contado que en Francia, si uno hace escándalo después de las diez de la noche, la policía llega e impone el orden. También me han contado, y esto lo escucho con escalofríos de terror, que en los países socialistas uno debe rendir cuentas a los vecinos sobre cualquier cosa: desde la elección de los estampados de las cortinas hasta la razón por la cual uno ve ciertos programas de televisión. Esto último me hace revalorar el desorden que reina en nuestro país, porque pocas cosas me parecerían más horribles que confesar públicamente el porqué de mis decisiones decorativas.
En la autobiografía de Anchee Min, Azalea roja, la autora cuenta cómo en la China de Mao los vecinos opinaban de todo: su hermano llevó el extraño nombre de Conquistador del espacio en honor al incipiente programa espacial chino. Sus padres lo llamaron así con el afán de quitarse la etiqueta de “burgueses”, pues a la larga el calificativo podría causarles problemas gravísimos. En vano. El escuincle anduvo la mitad de su vida con un nombre ridículo que no impidió que a los padres de la autora les quitaran el trabajo y los hostigaran por haber estudiado en la universidad. Ella terminó en un centro de reeducación, cortando caña. Los vecinos tuvieron parte de la culpa.
Esto no sólo sucede en los regímenes totalitarios, donde los vecinos se convierten en inquisidores en nombre del Estado: en algunas partes (muy ordenadas, es verdad) de Estados Unidos, poner una maceta que contraste con el criterio general es un delito menor. No sé qué daría por ver a quienes supervisan estas cosas, paseándose en los pasillos de mi edificio, donde cada vecino ha dado rienda suelta a su capacidad decorativa. Ésta se ha traducido en gestos tan insólitos como colgar máscaras de la Danza de los Viejitos en la puerta, letreros políticos, macetas con forma de sapo, el nombre del ocupante con letras de hule espuma rosa, barricadas de papel periódico, cerros de cajas de pizza vacías y, en un caso, el caparazón de un refrigerador fallecido hace dos años.
Nadie hace caso de los letreros colgados en un corcho a la entrada: ni cierran la puerta tras de sí, ni se preocupan por ahorrar agua. Casi todos escuchan la música de su preferencia a volúmenes inauditos. Uno, que anduvo malo de amores, nos agasajó todas las madrugadas sabatinas con su desgarrada versión de La maldita primavera durante el tiempo que le tomó recuperarse. Esta persona era poseedora de un aparato de karaoke, así que no había forma de mantenerse al margen, hasta que al guien decidió contestarle con canciones de los Doors a todo volumen a las diez de la mañana. Santo remedio.
En mi modesta opinión, esto es un reflejo de lo que ocurre en el país. Antes, cuando rentábamos en la colonia Del Valle de mis amores, los vecinos compartíamos la idea de que para estar en paz debíamos echar mano de las modestas reservas de paciencia que nos dejaba la calle. Nos tratábamos con cordialidad. Nos hacíamos patos cuando el ruido de un pleito familiar llegaba hasta nuestros oídos. Nos queríamos, vaya. Ahora, el lema es Sálvese quien pueda. Pero tal vez esta actitud, en la que hay tanto de bravuconería, no sea buena. Todos estamos en el mismo barco. Si se hunde, nos hundimos con él. Y como es México, ya sabemos que las lanchas de emergencia serán insuficientes o no servirán. Sólo contamos con el vecino.
Razón suficiente para barrer sin echarle el polvo bajo la puerta.
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