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Julio Ricci:
narrador y personaje
Alejandro Michelena
Era distante y hasta frío para quienes lo conocían apenas de vista, pero vehemente y cordial y al mismo tiempo enigmático para los que tenían con él algún trato. Con su aire de profesor centroeuropeo –que agudizaba con los cortes de pelo germánicos– a contrapelo de su apellido de origen italiano, transitaba en los años setenta las aulas del Instituto de Profesores, donde sus clases de Lingüística se caracterizaban por una rara profundidad conceptual que no eludía lo problemático, matizada por una contagiosa inquietud intelectual.
Pero en realidad Julio Ricci fue genuinamente uruguayo. Hijo de aquella clase media montevideana que se afianzó con la socialdemocracia de los años veinte, aprovechó los aires culturales cosmopolitas del país en sus tiempos formativos, y agudizó su vocación universalista con una larga temporada de estudios en Europa, aunque centrados no en Francia –como había sido lo habitual hasta su generación–, sino en los países nórdicos y centro europeos. Atípico también fue el tiempo de ese periplo, realizado en los años sesenta, lo que lo mantuvo al margen de las polarizaciones y radicalismos que se adueñaron del acontecer cultural del país, para retornar cuando éste entraba en el cono de sombra del autoritarismo y se encaminaba hacia una larga dictadura.
Autor de una obra narrativa original, intensa, profunda y definida, conformada por varios volúmenes de cuentos, debió aguardar muchos años el reconocimiento crítico, que de todas maneras nunca fue unánime. La crítica uruguaya Norah Giraldi –atenta estudiosa de su obra– considera a Ricci: “Un heredero del naturalismo y del realismo (Zola, Maupassant, Flaubert, Dostoievsky), corregido por la exasperación de lo sobresaliente en lo absurdo y en lo paradójico (Gogol, Lagerkvist) y por la tentación de la alegoría (casi siempre a partir de motivos de origen kafkiano, como el hombre-insecto, enajenado por la burocracia y por la jerarquía.)”
Los escenarios de Ricci son claramente montevideanos. Pero están muy lejos de los de un Benedetti u otros narradores urbanos; son calles y esquinas y cafés desoladamente expresionistas, que tanto pueden ser de una ciudad rioplatense como del centro de Europa. El lenguaje de sus personajes es coloquial y, por lo tanto, el hablado en Buenos Aires y Montevideo, aunque esos hablantes podrían bien pertenecer a Praga o Berlín, o tal vez a Trieste. Un aire de cosmopolitismo imanta estos relatos, caracterizados por un existencialismo pesimista que a veces bordea el nihilismo. Libros como Los maniáticos, El grongo, Ocho modelos de felicidad, Cuentos civilizados, Los mareados, Cuentos de fe y esperanza y Los perseverantes conforman la parábola de una muy valiosa producción cuentística que dio comienzo en el año 1973 y continuó hasta el año 1993, poco antes de su muerte.
A partir de los años ochenta, Julio Ricci fue dejando de lado su labor docente, dedicándose más sistemáticamente a la tarea de editor, a través de su sello Géminis, donde dio a conocer escritores atípicos. Y sobre los noventa se constituyó –junto al dramaturgo Ricardo Prieto y la poeta Marosa Di Giorgio– en uno de los animadores, en el tradicional Bar Mincho del centro montevideano, de la última peña cultural digna de ese nombre que tuvo la capital uruguaya.
Se lo podía ver, en la cabecera de esa mesa prodigiosa donde dialogaban escritores, críticos, actores, pensadores, músicos y periodistas, a la que acudían puntualmente visitantes extranjeros. Allí desplegaba Ricci su raro histrionismo cargado de ironías, su condición de hombre de mundo, su enorme y diversa cultura, lo que contrastaba con sus lentes anticuados, su cabello mal peinado, su traje pasado de moda y hasta arrugado. Su expresión dura desconcertaba a muchos que no lo conocían, y su decir enfático y a veces lapidario generaba inquietud en eventuales contertulios pusilánimes. Pero lo más destacable de su actuación en esa tertulia semanal eran los conceptos inteligentes y esclarecedores que vertía sobre los más variados temas, y también su generosidad ante la evidencia de nuevos talentos; tenía un sexto sentido para diferenciar en ese terreno lo auténtico de lo impostado.
Más allá de aquel profesor de los años setenta, de su despliegue de sociabilidad cultural en sus últimos tiempos, y del personaje que encarnaba que era sin duda muy interesante, Julio Ricci fue –como bien lo señaló en un brillante ensayo Ricardo Prieto– uno de los más logrados y menos reconocidos entre los narradores uruguayos de los surgidos en la segunda mitad del siglo pasado.
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