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Hugo Gutiérrez Vega
DE MONSTRUOS Y LETRAS (III Y ÚLTIMA)
El texto narrativo que me sigue produciendo horrores metafísicos es Otra vuelta de tuerca, d e Henry James. La película, basada en la adaptación de Archibald titulada The Innocents, dirigida por Jack Clayton, con guión de Truman Capote, música de Auric y actuaciones de Deborah Kerr y Pamela Franklin, me provocó un verdadero escalofrío. Veo a Peter Quint asomado a la ventana de la casa que, a pesar de su muerte, no podía abandonar. Veo la figura negra de Miss Jessel entre los juncos de la laguna, buscando la complicidad de Flora así como Quint buscaba la de Miles. Todo, dicen algunos, está en la victoriana cabeza de la institutriz. No lo creo. Me niego a creerlo. Sigo pensando que las abominaciones viven su inacabada pasión a través de los niños, y que la casa solariega, el torreón de las palomas, el bosque rumoroso, los pasillos oscuros, las rosas precozmente marchitas, todo, todo se une para crear el horror metafísico de la magistral noveleta de Henry James. En la película El monstruo de la laguna negra, de Jack Arnold aparece el primero de los seres nacidos del desastre ecológico, mientras que en El planeta prohibido de Wilcox fosforece un “monstruo del Id”, proveniente de la formidable capacidad literaria de Sigmund Freud. Capítulo aparte merecen los relatos de Lovecraft y su círculo. Hay en ellos, además de ese terror puro que se concentra en “los perros de Tindalos” y su regreso a la tierra a través de los ángulos de un capricho geométrico, la preocupación por el desastre ecológico del cual renacen los seres primordiales que retornan para castigar a los culpables de la destrucción del planeta. Recientemente, Eduardo Ruíz Saviñón y Vicente Quirarte nos hicieron pensar de nuevo en las profecías de Lovecraft, gracias a una admirable, sutil y elegante puesta en escena en la que aparecen los mitos de Cthulhu con toda la fuerza poética y sus terribles visiones de los seres primordiales.
Existe, además, una picaresca relacionada con lo monstruoso o lo diabólico. En México tenemos un muy bien construido poema en el que aparece un ánima del purgatorio. Apolonio Aguilar, trapero de profesión, sobrevive en Sayula, Jalisco, pues “sufre hambre voraz y canina y por eso está que trina contra su suerte fatal”. Su compadre José le informa que todas las noches, al dar la última campanada de las 12 , se aparece, en el cementerio del lugar, un ánima que sabe en dónde se encuentran las talegas que contienen el tesoro legendario. Lo convence de enfrentar al ser del otro mundo que, tal vez debido a algún pendiente, no puede descansar y sigue vagando por los senderos del panteón. Apolonio, desesperado, aceptó la sugerencia y, esa misma noche, se apostó en el sendero principal del cementerio. A las 12 en punto se apareció el ánima con su clásica sábana blanca. Apolonio, tembloroso, se le acercó y le preguntó: “Si tienes talegas, ¿cuántas me puedes proporcionar?” El ser del otro mundo, con voz cavernosa le contestó de esta sorprendente manera: “Las talegas que tú buscas aquí las traigo colgando. Ya te las iré arrimando a la puerta del fogón.” Apolonio, sorprendido y furioso, se quejó así: “Por vida del rey Clarión y de la madre de Gestas, qué chingaderas son éstas las que me pasan a mí. No teniendo más alhaja que la alhaja del fundillo y me la pide este pillo que dice que ya murió.” Por otra parte, concibe una sospecha: “Este cabrón es el diablo o es mi compadre José.” Huye de la peculiar aparición y recomienda a los desventurados que corren el peligro de caer en una tentación parecida: “Llevar como buen cristiano la cruz bendita en la mano y en el fundillo un tapón.”
La Llorona y su llamada angustiosa, los misteriosos nahuales que tienen algo de la noción del alter ego y que toman todas las formas imaginables, el chamuco, las ánimas que recorren las casas de los pueblos, estas y otras más son las aberraciones de nuestra tradición vernácula.
Por último, quiero recordar las historias relacionadas con las bellas y las bestias. La clásica contada por Cocteau y la de King Kong, enamorado perdido, recibiendo las descargas mortales desde lo alto del Empire State. El contraste entre la fealdad –pensemos en el Jorabado de Notre Dame de Victor Hugo– y la belleza –pensemos en la gitana Esmeralda–, son la sustancia de estas historias de monstruos enamorados de lo bello y, en buena medida, redimidos por los extremos de su amor. “Quitado el amor lo demás son palabras”, decía Juan Ramón Jiménez.
Y me callo o, de lo contrario, el Arcángel San Miguel me mandará a los infiernos en donde padecen los que perpetran excesos verbales. Yo tendré que decirle, como el diablo de la pastorela. “Detén tu brazo Miguel, qué tiznadazo me has dado.” De esta manera el chamuco hablador se ve obligado a guardar un saludable silencio.
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