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Teatro neoyorquino (II Y ÚLTIMA)
A Danique. A Alex, Jorge y Mónica.
Y a Saviana, por la confianza
En estos días, el afamado dramaturgo y guionista David Mamet presenta, bajo su propia dirección y para la envidia de quienes consideran su presencia en la cartelera de este año como excesiva, la obra Race (Raza), que puede ser vista durante su temporada de ensayos generales en el Ethel Barrymore Theater. Puede ser vista, ya se ha dicho, pero se advierte que bajo ninguna circunstancia puede divulgarse información alguna sobre la obra antes del estreno, so riesgo de demandas legales. Incluso se nos informa que los actores y el equipo de producción tienen prohibido hablar sobre la trama, y que su contrato estipula una severa vigilancia sobre sus libretos. Como suponemos que lo que se publique en este espacio no afectará demasiado a la taquilla, y como de hecho esta nota ha de ser publicada unos días después del estreno, describiremos brevemente lo que el montaje, con la impronta obvia del estilo del dramaturgo nacido en Chicago, ofrece en medio de la adormilada oferta de Broadway.
Race ha de causar polémica, sobre todo en un medio artístico como el de Nueva York, dado que retrata uno de esos temas que la clase media-alta de la Costa Este de EU cree tener superado y asimilado: el racismo, y en particular la discriminación hacia la comunidad negra, una de las más antiguas y por ende una de las más asimiladas dentro de la que se supone es la sociedad más progresista del país vecino. Mamet, gustoso siempre de la verbosidad y de las intrigas inherentes al ámbito legal, retrata en esta historia los conflictos entretejidos entre tres abogados, dos de raza blanca (James Spader y Richard Thomas) y el otro afroamericano (David Alan Grier), que ven trastornada su ética al hacerse cargo de un caso que involucra la demanda de una mujer blanca, supuestamente violada por un joven negro. La escritura, típica de Mamet, se encarga de hacer elusiva la certeza del hecho delictivo al sembrar dudas sobre la veracidad de la demanda de la mujer, y prefiere concentrarse en los debates éticos, raciales y morales de los tres abogados, en quienes el hecho despierta reacciones disímiles, que van del clasismo hacia los de su propia raza a la negación de los sentimientos de corrección política tan en boga, cuyo absurdo llega al grado de condenar la utilización del término “negro” para referirse a alguien que ostenta tal color de piel. La clave que desenredará la madeja la proporcionará la asistente del bufete (Kerry Washington), una espectacular joven negra que, curiosamente, vive ajena a toda discriminación racial pese a tener un status menor en cuanto a educación e ingresos, y en cuya sensualidad libre de prejuicios de cualquier tipo puede leerse una metáfora irónica de la complicación excesiva con la que la sociedad estadunidense, especialmente sus instituciones y el estrato librepensador de su sociedad, ha manejado su discurso en torno al racismo, una herida que aún persiste, incluso en los ambientes de supuesta avanzada. Mamet lo sabe y, aunque de seguro no se ganará el aplauso de la intelectualidad, sí ha construido una pieza con alma y vísceras.
El Public Theater, enclavado en la parte oeste de Greenwich Village, posee renombre y tradición como uno de los espacios en los que se presenta algo de lo más aventurado (que no directa ni necesariamente experimental) que en términos de teatro se hace en el mainstream de Nueva York. Un balance entre obras de dramaturgos jóvenes, muchas de ellas comisionadas, y la aparición repentina de algún imán de taquilla. Allí se presenta Idiot Savant, que cuenta entre su elenco con el prestigiado actor Willem Dafoe, y que ha sido escrita y dirigida por Richard Foreman, un veterano director con amplio prestigio en el circuito del Off Broadway merced a su apuesta permanente por el riesgo. Vale decir que la obra, apenas una base textual sin demasiada anécdota, sucumbe ante el encanto interpretativo de Dafoe, que presenta un recital de actuación verdaderamente formidable en su encarnación de un personaje obtuso, asocial y atípico, lindante con esa forma de la locura que, según nos enseñó Foucault, es más una manifestación excéntrica de la inteligencia. Pantagruélico y repulsivo, Dafoe convierte a su personaje, el tonto del pueblo por el que nadie apostaría en absoluto, en un Tartufo contemporáneo, al tiempo que nos recuerda que el engaño y la hipocresía suelen esconderse en los corazones más impensados.
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