Vi a Eurídice en su regreso,
con una rama de luz en la mano, descender,
inclinada, los escalones sombríos,
con su cabello aún repartido
en los vientos de la vida y la muerte.
Y conforme se acercaba, la tarde se llenaba
de murmullos, como si fuera la túnica
que se doblaba en la rodilla etérea,
una lira, o como si en su cabellera resonara
el sonido de besos en la hora desierta
[...]
Así era entonces.
Una figura vaga, que se acorta,
lo acerbo bajando la playa.
Ahí la ciñeron las sordas, moradas rocas
y al entrar en la frontera, las aves blancas,
partiendo de los cuatro extremos del viento,
se unieron sobre su sombra delgada
y llevándola en sus anchas alas, se dispersaron,
flecha veloz, desde la orilla de la esperanza
hasta el principio de la nada oscura.
Y toda la noche el Hades cantaba.
Toda la noche cantaba el silencioso país
y una luz más suave que la tristeza
rayaba sobre los montes de granito.
Toda la noche velamos mirando más allá
en el país aletargado la gracia blanca
sobre la densa oscuridad, escuchando
la música increíble del abismo.
Poema tomado de Los ojos de Circe |