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Hugo Gutiérrez Vega
LA OPINIÓN PÚBLICA Y LA MASA DE CONSUMIDORES DE INFORMACIÓN (VI DE VIII)
Pienso que si tomamos en cuenta las complejidades inherentes al estudio de las formas de expresión de la opinión pública, cada día es más urgente huir de los criterios simplistas que se desprenden de un escueto análisis cuantitativo. Es indudable que los públicos pueden, cuando convergen las condiciones históricas favorables, actuar de una manera efectiva; más aún, estoy convencido de que los verdaderos cambios sociales son producto de las revoluciones. Éstas constituyen la forma más precisa de manifestación de la opinión pública general. En ellas confluyen los públicos organizados en torno a los partidos políticos, los credos religiosos, los grupos sociales intermedios y muchas personas que, sin tener ninguna militancia activa definida en alguno de los grupos, participan deliberadamente en el proceso revolucionario o, simplemente, se dejan arrastrar por la intensidad sicológica producida en el momento de una agitación colectiva.
Hay, por lo tanto, públicos unidos por vínculos religiosos u organizados en partidos, que dan coherencia a la acción de los individuos aislados y un público amorfo que, activa o pasivamente, manifiesta su aceptación o rechazo a las condiciones sociales existentes.
El pensamiento iluminista creyó, llevado por el entusiasmo de su intenso momento histórico, que el público encontraría, en los órganos de opinión que brotarían de la tierra como una floración natural, al conjuro de las palabras mágicas “libertad, igualdad, fraternidad”, una forma segura y permanente de manifestar sus aprobaciones o sus discrepancias, y que, asimismo, encontraría en ellos la tribuna inmejorable para expresar sus juicios de hechos y sus juicios de valor. Sobre la asamblea del pueblo caerían las opiniones, siempre verbales y simbólicas, como afirma Young, de los representantes del mismo pueblo, y esas opiniones demostrarían muy pronto su capacidad para promover actitudes generales que se convertirían en medidas políticas y actos de gobierno. La misma revolución francesa canceló la idea utópica –por no decir demagógica– de la opinión pública. La suspensión de los derechos inherentes a la libertada de prensa, decretada por la asamblea nacional el 5 del fructidor del año iii , se consideró como una medida necesaria para eliminar “los excesos cometidos por algunos periodistas”. Con sorprendente rapidez la asamblea olvidó el “aplauso unánime” que había otorgado al discurso en el que Mirabeau declaró: “que la primera de vuestras leyes consagre siempre la libertad de prensa, que es una libertad sin la cual jamás podrán conseguir las otras”.
Con base en lo sucedido durante este período histórico, la crítica marxista llegó a la conclusión de que las teorías, indudablemente brillantes, del iluminismo, cayeron por tierra en el momento en que la burguesía, “la clase en ascenso”, se convirtió en el poder hegemónico. Desde ese momento se dedicó a buscar las tácticas capaces de dar a la opinión pública una configuración tal, que impidiera las manifestaciones de las opiniones del proletariado, la nueva clase en proceso de ascensión. El control de la información, la publicidad comercial, el manipuleo de las manifestaciones de la catarsis y el desahogo, y el uso ad nauseam de una retórica que predica lo contrario de lo que se hace, son algunas de las tácticas seguidas para asegurar la dominación del sistema capitalista.
Ahora bien, sería injusto ocultar las aportaciones hechas por el iluminismo para el establecimiento de las libertades humanas, muy especialmente en lo que se refiere a la libertad de pensamiento y de expresión. El iluminismo recogió lo mejor que la historia había aportado hasta ese momento. Recordó los alegatos que a favor de la libertad hizo Eurípides en sus obras; las fervientes manifestaciones de Demóstenes en defensa de la libertad de expresión, el sacrificio de Sócrates narrado por Platón y el riquísimo patrimonio humanista del Renacimiento, que puede resumirse en la frase de Machiavelli: “Todo hombre tiene derecho a pensar sobre todas las cosas, a hablar sobre ellas y a escribir sobre ellas lo que quiera y considere justo.” Tomó en cuenta, también, las limitaciones que, “por razones de bien común”, recomendaba Spinoza que se impusieran a esas libertades y, por último, fincó su proyecto sobre el terreno abonado por esa manifestación masiva de descontento y de entusiasmo constructor que fue, en sus primeros momentos, la Revolución francesa. Sin embargo, hay que admitir que entre el Vieux Cordelière, periódico dirigido por Camille Desmoulins que se opuso al terror y se enfrentó al poder de Robespierre, y el Moniteur Universel, dirigido por Napoleón, y puesto desde sus principios al servicio de los propósitos imperiales, existe un breve lapso histórico y la tremenda distancia que media entre los hermosos sueños y las crudas realidades.
En párrafos anteriores hablé de las formas mediante las cuales se manifiesta la opinión pública. Tal vez su intervención electoral en los procesos democráticos constituya la más clara y precisa de esas formas. Conviene insistir, por otra parte, en que la presencia constante del público obliga a los poderes políticos y económicos a diseñar estrategias especiales, a ocultar algunos de sus actos y a aceptar las limitaciones impuestas por ese vigilante pasivo que, en determinadas circunstancias, entra en actividad. La masa amorfa se manifiesta de muchas maneras y encuentra, en las revoluciones sociales, la forma de expresar sus discrepancias y de afirmar su voluntad de cambio.
Más que detenernos, cayendo en la trampa idealista, en las definiciones de “público”, “públicos”, y “opinión pública”, resulta más útil aceptar el hecho de que la organización social en la que nos ha tocado vivir es la conocida con el impreciso nombre de “masas”. De esta manera aceptaremos que conceptos como el de “opinión pública internacional” son simples entelequias que manejan pomposamente los manipuladores de la política y de la economía. Es importante que asumamos la idea de que el mundo avanza con paso seguro hacia la masificación, y que en el desarrollo del acontecer humano sólo influyen de una manera determinante los manipuladores y los “públicos” unidos en torno a organizaciones con fines comunes inmediatos. Por otra parte, a los manipuladores les conviene acelerar el proceso de masificación, moldear las opiniones, “condicionar” a los individuos aislados y evitar las manifestaciones de la conciencia crítica. Su proyecto es desorganizador, sus manipulaciones buscan la uniformación de un público que responda de manera mecánica a los estímulos propuestos por el aparato de control social.
(Continuará)
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