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Germaine Gómez Haro
Felipe Solís: el maestro, el amigo
Hace dos semanas murió el arqueólogo Felipe Solís, figura clave y fundamental en nuestra historia del arte prehispánico. Su muerte repentina ha dejado un hueco insustituible, no nada más en el inah y en el Museo de Antropología, donde fungía como director desde 2000, sino en el ámbito cultural mexicano en general.
La causa de la muerte de un ser querido resulta hasta cierto punto secundaria, pues no existe justificación que mitigue el dolor. Sin embargo, en este caso, siento la necesidad de manifestar mi indignación por la diferentes versiones “oficiales” que han corrido en los medios a propósito de la enfermedad que liquidó en un santiamén a Felipe, de quien tuve el privilegio de ser discípula y amiga cercana. En medio de la turbulencia que hemos vivido las últimas semanas a causa de la epidemia de influenza, me enfurece que la noticia de la desaparición de este ilustre y connotado historiador y arqueólogo mexicano haya tenido como prioridad resaltar el hecho de que saludó de mano a los presidentes Obama y Calderón durante su recorrido por el Museo de Antropología la noche anterior a su ingreso en el hospital, y si se trató de esconder o no la especulación de que pudiese haber estado infectado por el virus de la influenza. Felipe cumplió con su deber hasta el último día con la entrega, entereza y compromiso que caracterizaron su brillante trayectoria profesional, inclusive a costa de haber puesto en riesgo su vida asistiendo a ese evento con una posible afección de las vías respiratorias. Ahí estuvo puntual y solidario para recibir a los presidentes en su museo adorado, recinto al que dedicó con una devoción desmedida su vida entera. Espero que al menos los presidentes hayan sabido apreciar las piezas que Felipe describía con un entusiasmo y pasión inigualables.
Quiahuiztlán, Ver. 1990 |
Felipe Solís era conocido, respetado y admirado en las comunidades culturales de muchos países por su incansable labor de promoción del arte precolombino a través de las numerosas exposiciones que organizó y de los incontables libros y artículos publicados en catálogos en todo el mundo. Sin embargo –insisto– la mayoría de los artículos periodísticos que han aparecido en nuestro país y en el extranjero resaltan la nota amarillista en vez de sacar a la luz el invaluable legado que nos dejó como investigador, promotor y defensor de nuestro patrimonio cultural. Cabe mencionar los dos bellos y sensibles textos que le dedicaron Adriana Malvido y Héctor Tajonar en el diario Milenio (29 de abril), pero también me sorprende y enfurece la falta de atención (o quizás, la muestra de desprecio) de nuestras instituciones culturales (CNCA, INAH. INBA, SEP…) y de la propia Presidencia de la República, al no publicar una sola esquela en memoria de este verdadero mexicano distinguido que entregó su vida al Instituto de Antropología y colocó el nombre de nuestro país en alto a través de la difusión de nuestro arte. Aunque en realidad no creo que a Felipe le hubiesen importado estas “nimiedades”, hablo aquí por todos sus alumnos y amigos, quienes no nos cansaremos de agradecerle su generosidad, su humildad, su caballerosidad, y la pasión con la que nos transmitió su amor por el arte, la historia y los libros. Conocí a Felipe como maestro de arte mesoamericano en la licenciatura y considero que sus enseñanzas, que para mi fortuna se prolongaron a lo largo de muchos años, fueron medulares en mi formación como historiadora del arte. Años después se convirtió en el motor e impulso en la conformación de la Casa Lamm, creada por cinco de sus alumnas más cercanas, y de la cual era Presidente del Consejo Académico.
Felipe Solís fue un humanista en toda la extensión del término. A sus discípulos nos enseñó a percibir la belleza del arte universal, pues sus conocimientos no se limitaban al mundo precolombino. No había nada en temas de estética que no le interesara, llámese antiguo, moderno o contemporáneo, y tenía la curiosidad e interés de aprender –y aprehender– todo lo relacionado con el arte. Su erudición y su generosidad para compartirla, aunadas a un fenomenal sentido del humor y un extraordinario don de palabra fueron algunas de las virtudes que derrochó sin el menor esfuerzo para cosechar el cariño, la admiración y la simpatía de sus pupilos, amigos y colaboradores. No olvido el comentario de mi hija Renata, arrobada tras la visita guiada que tuvimos la oportunidad de realizar con él a la exposición El imperio azteca en el Museo Guggenheim de Nueva York: “No conozco a nadie tan fascinante como Felipe, yo quisiera tenerlo cerca siempre.” Y tenía toda la razón: Felipe Solís fue un personaje fuera de lo común. Y por si fuera poco, no puedo dejar de mencionar que fue un hijo extraordinario que se ocupaba de su madre de noventa y dos años con verdadera devoción. Es lamentable ya no tenerlo cerca, pero permanece vivo en los corazones de quienes lo conocimos y su recuerdo brillará siempre en las páginas de la historia del arte de este país que tanto amó.
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