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El día que el teatro perdió su magia
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Exhibición dedicada a Jerzy Grotowski. Foto: Grzegorz Ziolkowski |
El día que el teatro perdió su magia
José Caballero
Hasta ese día todo en el teatro había sido cosa de magia. Habían transcurrido siete años en los que había pasado de soñar con hacer alguna puesta en escena, a realizar siete, actuar en dos y hacer un par de giras por el extranjero. Todo de la mano de Héctor Mendoza, con quien mi encuentro había sido, para mí a mis dieciséis, cosa de magia. De modo que esa tarde en Londres, cuando leí que Grotowsky daría una plática en el festival navideño de Nancy, no me pareció descabellada la idea de ir a buscarlo. Ya había tenido ocasión de estar cerca de él un par de veces: cuando vino a México en el año '75 a participar en algunas mesas redondas con Fernando Arrabal, Eugenio Barba, Mendoza y un Peter Weiss que nunca llegó, y en Wroclaw, meses después, durante el v Festival de Teatro Abierto. También había leído con devoción Hacia un teatro pobre y soñaba con estudiar, o algo , con quien era en ese entonces el teatro encarnado; así que empaqué mis cosas, tomé el ferry en Dover, pasé un par de días en Amsterdam con unos amigos y me fui en tren a Nancy.
El festival en Nancy era muy navideño. Tras la charla de Grotowsky un coro infantil interpretó algunos villancicos que yo escuché con impaciencia mirando constantemente al objeto de mi cacería, no se me fuera a escapar. Lo abordé ya en la calle. Le expuse el motivo de mi viaje. Me pareció que me escuchaba con algo de impaciencia. Me dijo que su inglés no era muy bueno, pero que podía venir con él y algunos amigos a un bar donde podríamos charlar un poco. Hasta ahí todo iba bien, pero en el momento que me disponía a seguir los pasos de la comitiva se me atravesó una chica. Ya no recuerdo si era peruana o ecuatoriana, pero tuvo la virtud de distraerme de tal manera que el resto de la noche no pude retomar la plática con el hombre que había ido a buscar. Me fui a dormir, solo, con el sabor de la decepción y no me quedó más que tomar mi equipaje y tomar al día siguiente el tren a París.
El tren era casi un avión. Con azafata y toda la cosa. Pero cuando apenas me había instalado en la comodidad de mi asiento, para mi sorpresa subió Grotowsky. ¿No era esto magia? Solo con Jerzy Grotowsky en el vagón de un tren de Nancy a París… Ahora que a decir verdad no creo que a él le haya hecho mucha gracia. Lo saludé y respondió a mi saludo secamente. Evidentemente me recordaba de la noche anterior pero no parecía muy dispuesto a charlar. Me había dado la oportunidad y la había dejado pasar. Se sentó justo en el asiento de atrás, de modo que cualquier intento mío por entablar conversación se veía entorpecido por el espacio escénico. El bólido atravesó el paisaje francés con una velocidad jamás soñada en un tren mexicano, y durante kilómetros estuve indeciso en si dirigirme o no al señor que escuchaba pasar las hojas de algún libro, a mis espaldas. Finalmente tomé la decisión.
Cuando imagino cómo Grotowsky habrá visto mi cabeza asomar tras el respaldo del asiento que tenía frente a él, como un títere ridículo en un cuento de Navidad, para pedirle la oportunidad de unas palabras, siento que me arden las orejas. Pero en ese momento sentí como si me hubiera arrojado a un precipicio. Y caí. Él me miró como se mira a un impertinente y me recordó: mi inglés no es muy bueno y me siento muy cansado. Como el títere después de recibir un palo en las narices, me quedé suspendido un segundo ante su mirada y acabé por hundirme en mi asiento. Sentía ganas de darme de topes contra el cristal para castigar mi necedad, pero sólo hubiera sido agrandar el oso que ya había hecho. El resto del camino hasta París transcurrió para mí muy lentamente, con el deseo de que la tierra me tragara y pensando si habría alguna forma de enmendarme. Opté por el silencio. La azafata llegó con el carrito y compré algo para comer con desgano, sólo para llenar el vacío de mi insensatez.
Una vez en la Gare du Nord tomé mi equipaje y bajé mientras Grotowsky hacía lo mismo. No me atrevía a alzar la mirada. Caminé muy cerca de él hasta salir de la estación. Una vez fuera volteó a verme y me dijo: “Hasta luego, nos vemos en México.” Supongo que sonreí forzadamente. Echó a caminar y yo tomé la dirección opuesta. Había dejado Londres, me había separado de mis amigos en Amsterdam para buscar a ese hombre que se alejaba hacia la tarde de París, sin haber logrado tener la plática soñada.
Meses después Grotowsky estuvo en México, en mi escuela, el CUT, audicionando candidatos para un taller que conduciría en La Casa del Lago, la Sierra Tarahumara y no sé dónde más. Ni me paré por ahí. Había comenzado a conocer el lado oscuro de mi ego, que tantas penurias ha venido causándome al paso de los años. Pero también había aprendido una lección. Esa tarde invernal en París, mientras buscaba alojamiento, comencé a sentir la imperiosa necesidad de estar en México, me di cuenta de que aunque hubiera grandes figuras del teatro en el mundo, lo que me tocaba hacer estaba aquí, que la etapa de estudiar al lado de un maestro-mago había concluido, que en adelante me correspondería trazarme un rumbo propio, buscarme en el teatro.
Sí, mientras Grotowsky se alejaba caminando con su mochila al hombro, el escaso cabello revuelto por el viento frío, la chamarra negra con los hombros un tanto llenos de caspa, la humeante pipa en la boca, el teatro dejó de ser para mí cosa de magia y se volvió un asunto de entrega y disciplina.
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