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Porchia: un sabio ermitaño en Buenos Aires
Alejandro Michelena
Cuando no se quiere lo imposible, no se quiere
Antonio Porchia, Voces
Corrían los últimos años de la década de los
cuarenta. El poeta y crítico francés Roger
Caillois disfrutaba de una temporada en
Buenos Aires invitado por Victoria Ocampo,
quien a través de su revista Sur había logrado un
papel hegemónico en el ambiente cultural argentino.
Caillois fue en realidad uno más en la extensa lista de
celebridades que conocieron las cualidades de espléndida
anfitriona de la Ocampo, que combinaba una
considerable fortuna con su gran cultura, para seducir
y atraer a la gran capital del sur a figuras tan diversas
como Alfonso Reyes y Krishnamurti.
El escritor francés estaba harto de alternar en interminables
reuniones con tanta poetisa laureada y prohombre
de las letras, cuando alguien le alcanzó un librito pequeño.
Su título era simplemente Voces, y contenía textos
muy cortos, de estilo para muchos aforístico.
Roger Caillois quedó tan deslumbrado con la lectura
que quiso conocer al creador de esas frases tan precisas,
de impacto y hondura inusuales. Y se encontró con
un hombre sesentón, sin otros antecedentes que esa
obra, nada acostumbrado a la sociabilidad literaria, que
además hablaba empleando la síntesis y el tono sentencioso
de sus propios escritos. Admirado, le confesó lo
siguiente: “Por esas líneas suyas yo cambiaría todo lo que
he escrito.”
A partir de ese momento, Porchia pasó, de ser casi
un desconocido, a que lo editaran en una publicación de
la famosa editorial Gallimard, y también en la prestigiosa revista La Licorne que dirigía en París la poeta
uruguaya Susana Soca. Sus Voix llamaron la atención del
medio cultural europeo y se granjeó la admiración
nada menos que de Henry Miller y André Breton. Este
último llegó a afirmar, con entusiasmo: “El pensamiento
más dúctil de expresión española es, para mí,
el de Antonio Porchia, argentino.” (Entretiens 1913-
1952, N. R. F., París, 1952.)
El suceso en Francia de los peculiares escritos de
este escritor inclasificable culmina en 1949 con una
invitación a viajar a París para dialogar con los surrealistas.
Porchia agradece, pero se excusa con una de sus
frases: “Las distancias no hicieron nada. Todo está
aquí.”
Un sabio y un jardín suburbano
En tiempos del encuentro con Caillois y la consecuente
consagración de sus Voces en París, Antonio
Porchia vivía retirado en el barrio de Saavedra –luego
de vender la imprenta con la que había trabajado muchos
años– dedicado a cultivar un jardín con flores y árboles
frutales. Habitaba una casa quinta junto con algunos
sobrinos a los que protegía. Recibía pocas visitas
y se mantenía alejado del mundo cultural porteño. Algunos
jóvenes que lo admiraban –entre los que estaba el
futuro gran poeta Roberto Juarroz– hacían tertulia
allí algunas tardes; los recibía en camiseta, sencillamente,
y actuaba con ellos como un Sócrates criollo;
los temas variaban desde lo cotidiano a las alturas del
pensamiento, de lo estético a lo metafísico. Al despedirlos
siempre les decía: Traten de estar bien. Y agregaba:
Acompáñense.
Realmente a Porchia no le interesaban ni la fama ni
la vida literaria. En él esa no era una postura sino algo
auténtico. Prefería realmente su vida sencilla en un
rincón suburbano de Buenos Aires a los viajes y los
halagos, y nunca hizo nada por promoverse o hacer
contactos con colegas. Su única relación intelectual
era con ese grupo de jóvenes, entonces inédito.
Creador de una obra única
Antonio Porchia escribía únicamente a impulsos de
inspiración, de modo intermitente y hasta espasmódico,
con muy largos períodos de silencio. Pero no lo
hacía en actitud iluminada, sino desde la cotidianeidad
(si bien el resultado era muchas veces un aforismo
luminoso).
Esa forma de trabajar lo llevó, en definitiva, a ser el
creador de una obra única. Única en varios sentidos:
porque todo lo que escribió fue en última instancia
una sola y coherente obra; pero además por la singularidad
radical de la misma.
Sin duda fue un inclasificable. La crítica intentó colocarlo
entre los aforistas, pero él mismo Porchia rechazó
esa clasificación. Otros lo consideraron un poeta, que
tampoco fue, a pesar de las demoledoras metáforas
que se pueden espigar en sus textos.
Se lo puede emparentar con otro escritor y pensador
argentino atípico: Macedonio Fernández. Ambos vivieron
de espaldas a la sociabilidad literaria, se desinteresaron
incluso de la publicación de sus obras, y cultivaron
con empeño el diálogo socrático con un grupo
de fieles y heterodoxos discípulos (Macedonio, todos
los sábados, en su tertulia de la confitería La Perla del
barrio Once; Porchia en los encuentros ya aludidos en su
casa de Saavedra).
Lo cierto es que las Voces han seguido su camino,
manteniendo sin pausa –en generaciones sucesivas– un
núcleo fuerte de selectos y devotos lectores. Porque el
peculiar pensamiento de Antonio Porchia, tan consubstancial
con su personalísimo estilo, no admite lectores
distantes o distraídos; sus textos convocan el compromiso
silencioso y sereno de quienes emprendan la aventura
de acercarse a ellos. Leerlo es siempre un desafío,
porque –de modo equivalente a la poesía zen, y parecido
a la filosofía de Wittgenstein– desarma sutil pero
en forma demoledora nuestros preconceptos y certezas.
No puede ser de otro modo en alguien que pudo escribir
que: “Lo hondo, visto con hondura, es superficie”
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