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Ana García Bergua
Limbos de la carne
La desnudez es un misterio. Tantas veces un misterio pueril y comerciable, tantas otras un misterio casi religioso, pero siempre es algo cuya fuerza emana de un sitio desconocido. Si observamos los cuadros de desnudos que en la historia del arte han sido –y en ese sentido fue ejemplar la exposición La carne y el color, que se presentó el año pasado en el Museo Nacional de Arte–, un cuerpo desarropado nunca ha sido, de ninguna manera, algo que al revelarse agota sus significados, todo lo contrario. Los pintores que pintaron y pintan la desnudez, no sólo retratan los apetitos y los rigores a que un cuerpo se somete; manifiestan también en el lienzo los deseos, las fantasías y los miedos de quienes lo miran: es impresionante ver variar el color de la carne en la pintura, para darse cuenta de lo distinta que es la desnudez ante cada mirada, en grados inconcebibles. Regresando a aquella exposición, fuimos en ella testigos de carnes pálidas, doradas, luminosas, oscuras, delicadas, sangrantes, sanguíneas, oprimidas, tan variables como la paleta y el pulso de quienes las pintaron, cercanas y a la vez, como decía, misteriosas. Pues es verdad que la desnudez puede reflejar nuestras vidas en un aspecto muy inmediato, pero también, de algún modo, la desnudez nos retrata en otro sitio, el de los apegos, la huella animal y los deseos recónditos, el de las costumbres solitarias. Nosotros estamos aquí, pero nuestro cuerpo desnudo, en la penumbra de la vestimenta, aguarda y vive su propia historia.
Gran parte de los relatos y novelas de Mónica Lavín transcurren en esa penumbra, ese margen de los apetitos corporales que forman tramas y lazos entre los personajes, paralelos a sus realidades. En su última novela, Hotel limbo, la narradora les otorga un espacio transitorio y ajeno, como el limbo en que escenificamos nuestras fantasías. Hotel limbo teje las historias de algunos artistas que han retratado el cuerpo con sus modelos, entre ellos el escultor Praxíteles, Vermeer, Modigliani, Toulouse Lautrec, en boca de Darío Garza, un pintor que a su vez las relata entreveradas con su vida, mientras la pinta desnuda, a Sara Martínez, una mujer de cuarenta y cinco años que espera a Alguien (así se llama el joven alumno objeto de sus deseos, aquel que podría ser su hijo y para colmo está casado con una reina de belleza) en la habitación 301 del Hotel Limbo, un hotel de una ciudad cualquiera de provincia a donde Sara ha ido a dar un curso sobre cómo hablar en público. Los relatos de Mónica Lavín suelen estar regidos por un gesto repetido que expresa o pone en escena los deseos de sus personajes, y en Hotel limbo este gesto es la espera de Sara, tendida como modelo del pintor Darío y siendo observada en sus ensueños por éste, por la narradora Mónica y por nosotros, los lectores.
“Solo mientras deseas, mientras imaginas una mano en tu cuerpo, mientras te refugias con el amante pasajero en el baño de un restaurante, detrás de una roca en la playa, en la habitación superior de la casa donde te han invitado a cenar, sólo en esos instantes la desolación no existe, no ocupa un ápice de lo que el ardor consume. Pero en cuanto ese cuerpo invade el tuyo, en cuanto las tibiezas y las humedades se descubren, se rozan, se agitan, se vuelcan, se habitan, la desolación va insinuando su estela, su después, su inevitabilidad. La que buscamos fracturar sin remedio.”
Hotel limbo tiene la gracia, la delicadeza y el tinte trágico de las obsesiones que todos hemos padecido, las obsesiones del cuerpo que son dolorosas e implacables. Dentro de la obsesión, la novela logra atisbos de absurdo muy lúcidos, como cuando un temblor sacude la ciudad y Sara se empeña en permanecer en aquella habitación donde espera a ese Alguien que es y no es quien es: ese Alguien que ha retado y atizado a su cuerpo por un momento, suficiente para ponerla a hacer equilibrios en ese filo delgado, exquisito y cruel. Lo que cuenta Darío forma un contrapunto y una contraparte, la de quienes padecen el tormento de querer poseer eternamente un cuerpo mediante la operación de pintarlo, de verlo. O, peor aún, de mandarlo pintar y sentirse después atormentados frente al pintor que roba la posesión de la mirada: como el rey Luis XVI con la pequeña Louise y el pintor Boucher; como aquel mafioso que encarga un cuadro de su mujer a un pintor y le obliga a ejecutarlo a través del ojo de la cerradura. El cuerpo que habla, que exige, da placer y enloquece, el cuerpo que atormenta. Esta novela de Mónica Lavín traduce para nosotros su lenguaje.
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