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Rogelio Navarro:
un filósofo a contrapelo
Alejandro Michelena
Rogelio Navarro es hoy un perfecto desconocido pese a haber publicado más de una decena de libros. Los volúmenes se caracterizaban por tener como elemento distintivo diversos sellos editores alusivos a barrios montevideanos. Era su personal manera de rendir homenaje a la mujer de turno que, aparte de mantenerlo, le costeaba por lo menos un libro...
Más allá de lo anecdótico, era ostensible que le quedaba chico el provincianismo uruguayo y que añoraba sus años en Paris, cuando fue alumno de Merleau Ponty en el Collège de France.
Algo parecido a un filósofo
No entraremos a analizar el conjunto de su producción. Nos detendremos en Fondo total, ensayo incluido en su primer libro, que encierra el núcleo de sus reflexiones más valederas.
Su discurso reflexivo se entronca en una de las vertientes de la filosofía contemporánea: la línea que parte de Nietzsche y Kierkegaard, y culmina en el existencialismo. También se le ha emparentado con Emilio Oribe, con quien se ha sentido identificado explícitamente.
Tal vez su mayor trascendencia esté en el intento de construir, desde su circunstancia marginal, un aporte válido para el múltiple y matizado debate en el definitivamente inseguro terreno de las ideas. En el prólogo a otro de sus libros, El pensamiento poético, lo manifiesta de esta forma: “Me he preguntado muchas veces si uno, simple uruguayo, tiene derecho a proponer su pensamiento [...] ¿Acaso no basta con que el yanki, el alemán, el ruso, el chino o el francés, piense por nosotros?”
En un contexto cultural donde brillaron los eclécticos, Rogelio Navarro introduce una voz discordante, solitaria y sin coros complacientes. En comparación con lo que le antecede, resulta casi chocante. No debe causar asombro, entonces, el cerco sanitario que montaron alrededor de su pensamiento los siempre listos defensores del sano discurrir.
Fondo total cala en profundidad en claves de la época: “El humanismo festeja el sacrificio de lo absoluto aprovechando todo el caudal de las disculpas. Reúne todas las que puede, sean las disculpas lógicas o las sentimentales, o las instintivas, y con este cargamento va provocando el estrepitoso suicidio del espíritu en forma interesada, variable y agradable.” Y un poco más adelante así nos golpea: “El carácter de síntoma se aprecia, por ejemplo, en el modo en que se debate hoy –y a veces por parte de personalidades aceptablemente serias– la cuestión de la comunicación. Parecería que desearan una comunicación mejor, más amplia, más abierta. ¿Cómo es posible que se ponga el acento en aquello que menos falta? Porque lo único que parece haber, hoy en día, es comunicación, y si ella falta, su disminución no puede deberse a otra cosa que a falta de soledad, de veracidad, de individuación [...] ¿Cómo es posible que la comunicación –derecho, deber y necesidad fundamental de la especie– se haya convertido en un problema?”
Está claro que Navarro navega a contracorriente. Esto le acarreó en vida la desconfianza de sus pares y, al presente, sigue amenazando con condenar su pensamiento al círculo infernal del olvido irremediable. Pero este pensador atípico dejó planteada, con precisión, una postura intelectual válida que podríamos sintetizar calificándola como una “desesperanzada lucidez.”
Entre la reducida oferta filosófica que ha ido recibiendo en las últimas décadas el lector rioplatense, el rotundo “decir” de Rogelio Navarro se destaca. Y merecería al menos una revisión desprejuiciada, sobre todo de parte de investigadores más jóvenes, libres de los prejuicios de sus estrictos contemporáneos.
Fondo total
(fragmento)
Rogelio Navarro
La tendencia a considerar las ciencias de los conjuntos como ciencias de los integrantes de los conjuntos, esta tendencia a no ver que el “conjunto” es una individualidad concreta y distinta (no general, sino real), tiene consecuencias graves. Nos ayuda a debilitar el valor del conocimiento de sí mismo, a desvalorizar todas las cosas “en general”.
La botánica puede constituir un impedimento para la visión de una flor. La química puede ocultarnos el sentido de la tierra, del cielo o del mar. Nuestro pasado personal puede convertirse en una mediocre ilustración de las suposiciones de las psicologías vigentes en el año en curso. Nuestra vida, la familia, los amigos, pueden llegar, sin que los advirtamos, a ocultarse detrás del velo que tienden grosera pero convincentemente las sociologías que, casualmente, son aceptadas como verdaderas en la época que nos ha tocado, casualmente, vivir.
En cambio, ¿por qué no consideramos “científica” una novela, un cuadro, un poema? Es una cuestión de gustos. Hoy estamos absorbidos por un sector determinado y muy pequeño de “saber” y del “querer saber”, y tratamos las formas que nos parecen extrañas con un inevitable sentimiento de diversión, elegancia o ironía. No creemos que el arte pueda ser tan “exacto” como las ciencias naturales, ya que confundimos la exactitud con la facilidad. En estas ciencias pueden colaborar muchos, ya que los que en ellas colaboran deben reducirse a muy poco, a una capa del intelecto estrictamente delimitada por el método y por el objeto de la ciencia correspondiente. El arte, en cambio, es el privilegio de una vocación rara que exige el encuentro con todo lo que se es, y cuyo “saber” excluye desde el principio toda complacencia con la “sabido”. Y sin esta exclusión tampoco hay “ciencias”, ni siquiera en el sentido corriente. Cuando decimos que una gran novela es menos “exacta” que un tratado de antropología, lo que en realidad queremos decir es esto: la persona individual es difícil, dolorosa, y por eso me aburre y no quiero que me importe.
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