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Verónica Murguía
Un personaje ecológico
Yo, como la mayoría de mis arrugados contemporáneos, crecí pensando que tomar el sol era una costumbre muy saludable.
–Ándale, quémate para que se te fije la vitamina D –me aconsejaba mi madre en los veranos yucatecos. Y yo obedecía, hasta que me pelaba dos veces y quedaba negra como una llanta. Feliz. Confieso que despreciaba a los que se ponían bronceador o se amparaban del sol bajo techo. “Cuijas”, les decía, convencida de que se ampollaban por cobardes.
Nadie entre nosotros supuso que las pócimas a base de yodo y aceite de coco que nos embarrábamos con tanto entusiasmo, nos iban a dejar la piel como la del Crocodile Dundee, el personaje australiano aquél que vivía de importunar cocodrilos. Pero así fue.
Ahora sabemos que el sol da cáncer y esa certeza, junto con media docena más, han echado a perder mi idea de las vacaciones. Me cuesta resignarme, porque extraño el mar, el olor a yodo de las ristras de sargazo seco que amanecían en la playa; el fulgor intempestivo de los puñados de fósforo que arrojábamos contra las olas y la mansa espuma que salaba la arena en las mañanas.
Antes, ir a la playa y regresar del color de mis pecados después de dormir bajo el sol durante días era la aspiración máxima de mi existencia. Ahora, y sobre todo después de un viaje que hice a Cozumel con el fin de averiguar qué había pasado con los refugios de tortugas después del huracán Vilma, sé que ese anhelo no es bueno para el planeta.
Un hotel construido sobre la duna atenta contra la fauna y la flora del manglar o de la playa. Si hay esteros y manglares, como en los esteros no se pueden asolear los turistas ni pedir daiquirís carísimos, los destruyen, aunque en esos pantanos abunden especies que sólo pueden vivir allí. Cuando los biólogos cozumeleños me explicaban hasta qué punto las cadenas de hoteles de lujo situados sobre las dunas contribuyen a la destrucción de los litorales, yo recordaba con remordimiento la pueril colección de muestras de shampoo que he traído de los lugares donde me he hospedado. Ese viaje fue un abreojos: ahora estoy obsesionada con el cambio climático. Leo cuanta publicación me cae en las manos y sufro pensando en los osos polares y las granizadas demenciales que nos esperan. Aunque lo que más me quita el sueño es el agua.
Todo esto es tan grave que la información se puede leer hasta en el Pequeño Larousse, en el que se incluye ahora una sección de ecología. El ejemplo de “urbanización de las costas” es un lugar llamado La Grande Motte, en Francia, y el asunto se ve de la patada.
Al leer eso me pregunté: ¿se podrá ir al mar sin contribuir con ello al deterioro de las playas y sus ecosistemas?
Averigüé que el llamado “turismo ecológico” no está al alcance de mi bolsillo, y si me apuran, de poquísimos mexicanos. Los hoteles en los que se han instalado fuentes de energías renovables como la solar y eólica, en los que se clasifican y separan los desechos, en los que el agua se usa con juicio y se recicla, son escasos y carísimos. Hay coches que no contaminan, como el Prius, y cuestan, supongo, un ojo de la cara.
Mientras más averiguo más me hago bolas: las albercas de los balnearios se me figuran ahora la alberca de monedas de oro de Rico Mac Pato. Las necesidades de riego de los campos de golf son enormes, y esto en un planeta donde el agua indispensable para sostener la vida humana escasea, bueno, tiene el tufo familiar del derroche. Esta es una arista punzante de las diferencias sociales vergonzosas de nuestro país: hay quien lava la banqueta con la manguera y quien se muere por no tener agua para beber.
Mi hermana, siempre más lista que yo, me enseñó desde hace años a meter una cubeta a la regadera para recoger el agua fría mientras sale la caliente y luego reciclarla. No lavo la ropa cada vez que la uso, a menos que me tire la salsa encima o meta la manga en la yema de un huevo estrellado; riego mis dos macetas en la noche, para que no se evapore el agua, y casi siempre uso de nuevo el papel donde escribo. Los focos ahorradores de mi casa hacen que se me vean los dientes morados, pero me aguanto.
Dice el Larousse que uno debe usar el tren cada vez que pueda, pero eso será en países donde el doctor Zedillo no haya pasado por la presidencia.
Leí también que no es necesario bañarse diario. Pero la verdad, no he podido seguir ese consejo, a pesar de que sí, ahorraría mucha agua
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