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Omniscias mentiras o casi verdades
Dijo alguna vez Michel Onfray que “Dios, forjado por los mortales a su imagen hipostasiada, sólo existe para facilitar la vida cotidiana a pesar del camino que cada cual ha de recorrer hacia la nada”. Si le robo la frase a don Michel y cambio “dios” por “la televisión”, quedan resueltas, además de las insondables cuestiones metafísicas que Onfray felizmente redujo a su justa e imaginativa dimensión, muchas de las incongruencias que endereza la televisión mexicana en esta sociedad que la padece y prohíja. La mayor de esas incongruencias está en la mezquina naturaleza misma del medio. Un medio masivo de comunicación que propala a los cuatro vientos valores de convivencia, decir siempre la verdad a su público, ser objetiva en el proceso de la información que “pasa” a través suyo (nunca aceptará que en buena parte fabrica esa información de acuerdo al mejor postor) y se supone furiosa defensora de la libertad de expresión, pero que en la cruda realidad no es más que portavoz del gobierno en turno –la nomenklatura caducifolia– y agente divulgador de los mensajes que interesan o resultan primordiales para el sempiterno y sempervirente conjunto de los poderes fácticos: el clero, la banca, el empresariado y, en fin, ese reducido, casi enano pero inmensamente rico y poderoso sindicato de las buenas conciencias. Por eso, en la realidad que la excede, la televisión termina siempre enemistada con cualquier cosa que huela a bien colectivo, sobre todo si ello significa que los crasos señores tengan que quedarse con ganas de algo y ese algo suele ser un bien público nacional.
La televisión es dios, y dios siempre dice la verdad. Dios inventa el mundo y, por ende, es el único facultado –por sí mismo, desde luego, porque no es ningún roñoso demócrata– para discernir el bien del mal, o para trucarlos a su antojo. Por eso, como otras veces tanto se ha dicho aquí, la televisión busca crear, modelar, torcer y acicalar la realidad a voluntad. El vasto, multitudinario espectador vulgarmente llamado pueblo, apenas tiene a mano el libre albedrío de un control remoto y posee entonces, si acaso, el pírrico poder de cambiar de canal para asimilar otra visión de realidad que desde luego va concatenada con el canal anterior: las mismas propuestas, los mismos eternos, publicitarios rosarios de productos para hacer la vida dulce y llevadera, el mismo optimismo bobo con que amanecer y anochecer igual de risueños, la misma vana esperanza que supone descubrir el agua tibia y el hilo negro para hacer de la vida lo que sea que hace de la vida la televisión.
Collage de Juan Gabriel Puga |
Allí la versión pública en televisión privada de la izquierda como una colección de tribus violentas, incapaz –la izquierda tampoco pone mucho de su parte para deslavar la mueca pintarrajeada por los achichincles del poder– de verse en el espejo sin proferir insultos como autogoles. O véase esa nueva, perversa campaña de anuncios disfrazados de pequeños documentales acerca de la crasicie que tenemos los mexicanos “en aguas profundas” (anuncios por cierto carentes de rúbrica, para que no sepamos quién los produjo, si PEMEX o algún alecuije de la presidencia, o si Camilo Mouriño y sus gerentes de empresa, y a qué costo, tal que durante la campaña escatológica de los comicios de 2006). Que este avinagrado aporreateclas recuerde, los depósitos de hidrocarburos en la famosa “dona” del Caribe ya eran noticias desde finales de los años setenta, y ya hubo campañas en los medios al respecto. Desde entonces se nos dijo que el Tío Sam y sus gringos ingenieros tenían un popote gigante con el que nos robarían en despoblado –otra vez– la riqueza del pueblo de México. Ya algunas voces se alzaban a favor de permitir a compañías extranjeras –léase estadunidenses e inglesas y alguna colada de otro primermundista remitente– meterse a explotar esos yacimientos, aunque se revolcara en su tumba la calaca del Tata
Cárdenas, expropiador histórico. Como el clero rencoroso, chupacirios y beatas que siguen sin perdonarle las Leyes de Reforma a Juárez y encuentran en gobiernos y militancias panistas un aliado para retroceder en el tiempo, los capitales petroleros –y sus herederos y benjamines locales o naturalizados– siguen viendo en la industria petrolera nacionalizada una afrenta al capitalismo brutal y subyugador que no se pudo salir con la suya, porque San Lázaro supo aprovechar en beneficio de México, y sólo de México, la coyuntura internacional de la segunda guerra mundial. Ahora quién sabe. Ahora tienen a la tele, y a dios, de su lado.
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