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Anticasualítico
A Jaime Casillas
La memoria se resiste a entregar el nombre del autor, y hace tiempo que –contra la voluntad de este juntapalabras– el ejemplar donde fue leído cuento abandonó para siempre su sitio en el librero a favor de algún estante de algún otro lector, pero lo que no se borra es el recuerdo de dicho cuento, de verdad extraordinario, en español titulado “Sólo los muertos conocen Brooklyn”, el cual versa en torno a lo inextricable de las calles, las direcciones, las ubicaciones, las posibles rutas y los innumerables periplos que pueden efectuarse en aquel fragmento geográfico estadunidense, así como en torno a la consecuente, inevitable dificultad no sólo para dar con un domicilio, sino también para no acabar extraviado en el intento, e incluso hallando corolarias dificultades hasta para salir algún día de ahí.
Ese Brooklyn, convincente arquetipo –hecho de vidrio, concreto, metal y asfalto reales– de las numerosas urbes contemporáneas que parecen tener por vocación inherente y fatal el engullimiento del cuerpo, la sangre y el alma de quienes en ellas habitan, es el escenario de Sangre de mi sangre (2007), nombre con el que finalmente se estrenó en México, el mes pasado, el primer largometraje del director y guionista estadunidense Christopher Zalla. El primer título de la cinta, con el que al parecer fue estrenada en otros pagos, es Padre nuestro, y por lo que se verá no es difícil entender las razones, tanto del original como del cambio, así como de la fugacidad que signó su paso por la cartelera.
TUFO A CHAPUZA
Para no empezar por el principio y para que tenga sentido la referencia inicial a un cuento memorable, dígase aquí que una de las principales virtudes de aquella pieza literaria es precisamente una de las más acusadas deficiencias de este filme, pues mientras aquélla se hace eco de una realidad literaturizable, estableciendo con agudeza y sentido del humor su núcleo actancial en la imposibilidad ya no se diga de dar con un sitio determinado en Brooklyn, sino incluso de dar con uno mismo en esas calles, al guionista –y director– de Sangre de mi sangre nada le parece más verosímil que poner a sus tres personajes principales a coincidir en el espaciotiempo, cada que dicha elevada improbabilidad le haga falta a una historia que de otro modo no podría sostenerse, al menos en los términos establecidos en su lógica interna y siguiendo los derroteros que se le han impuesto. De que las casualidades existen, existen, eso que ni qué; pero cuando es evidente que han sido metidas con calzador en una trama cinematográfica para que ésta pueda avanzar, sin remedio adquieren un fuerte tufo a chapuza que echa por el caño lo que de plausible se hubiera expuesto antes y, sobre todo, lo que se exponga después.
TEMAS DE CAJÓN
Escena de Sangre de mi sangre |
Frecuentado como el que más, y no sólo en cine, es el tema de la búsqueda del padre. Para abordarlo sin tropezar con las innumerables piedras que implica la búsqueda de la necesaria originalidad, ahí donde las huellas son bastante hondas y dejan poco espacio disponible, se necesita bastante más que el recurso –aquí ejercido con una elementalidad cuyas descuidadas garras arañan el piso del maniqueísmo– a la suplantación de personalidades. En pos de Diego González –Jesús Ochoa rescatándose a sí mismo en términos actorales–, el padre que abandonó o no quiso formar una familia en México y lleva añales viviendo en Brooklyn, va el adolescente Pedro –Jorge Adrián Espíndola, eficiente al cumplir lo poco que se le exige–, pero éste tiene la mala suerte de toparse en el camino con Juan –Armando Hernández, a punto de encasillarse en ciertos clichés histriónicos que pronto dejarán de funcionarle–, otro joven que a Pedro le sirve como contrapunto de personalidad, a Diego como deuteragonista y a la trama como sostén no muy sólido para transitar del consabido punto “a” en estos casos, a saber, el encuentro e inicial rechazo de dos que no se conocen pero tienen un vínculo a pesar de sí mismos, al punto “b”, es decir, el clímax consistente en el reconocimiento y la aceptación del otro. La única variante, que no basta para sacar a este Padre nuestro –título abandonado de seguro debido a la falta de asideros conceptuales que justificaran la alusión religiosa– de sus convencionalismos, es que Juan no es Pedro y éste es el único medio perdido en Brooklyn, hasta que la consabida casualidad lo saca de la verosimilitud, aunque muy previsiblemente eso le da lo mismo a Juan, a Diego en un momento dado, y lo mismo al espectador, quien asiste sin sorpresa al desarrollo de una historia sin más miga, durante prolongados lapsos, que la también ya manida exposición siempre medio tremendista, medio lastimera, de lo difícil que es la vida del inmigrante ilegal en Estados Unidos.
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