Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 23 de julio de 2006 Num: 594


Portada
Presentación
Bazar de asombros
A favor de un recuento voto por voto
Dos notas sobre Picasso
y el cubismo

TOMÁS LLORENS
Los libros y el siglo de Picasso
MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ
Algo sobre Picasso
ODYSSEAS ELYTIS
El alquimista de historias
ADRIANA CORTÉS COLOFÓN Entrevista con CÉSAR AIRA
Picasso y la obra de arte desconocida
RAFAEL ARGULLOL
Al vuelo
ROGELIO GUEDEA
Mentiras transparentes
FELIPE GARRIDO

Columnas:
Y Ahora Paso a Retirarme
ANA GARCÍA BERGUA

La Casa Sosegada
JAVIER SICILIA

La Jornada Virtual
NAIEF YEHYA

Cinexcusas
LUIS TOVAR

Danza
MANUEL STEPHENS

Tetraedro
JORGE MOCH

Crónica
Reseña de Leo Mendoza sobre Una teología para el futbol


Directorio
Núm. anteriores
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ANA GARCÍA BERGUA

CABLES

Han quitado de algunas calles del Centro y en tramos de Reforma los cables de la luz. En esas partes, la ciudad se ve limpia y antigua, despejada. En un sentido, se agradece que los cables se hayan ocultado; ahora el reto –como se suele decir en esta época de duelistas gimnásticos, tan apostadora y desafiante– consistiría en esconder los autos o sustituirlos, quizá, con carruajes de caballos robots para inaugurar así la era cyborg-decimonónica.

Porque es curioso, pero los cables de la luz evocan los esplendores del siglo xx en sus comienzos, junto a los tranvías; algo que aún se siente cuando se ve al trolebús pender de ellos con aspiraciones de teleférico sin altura y de trecho en trecho desamarrarse, originando una catástrofe de tráfico. Yo sé que los cables son un estorbo y es bueno que se guarden o se desaparezcan, pero la verdad a mí me gustan. De alguna manera son como una escritura, una maraña un poco misteriosa, las cuerdas de un instrumento que recorre la ciudad y une nuestras casas, un pentagrama en el que los pájaros forman canciones en las tardes. Los pájaros siempre han padecido cierta confusión entre las ramas de los árboles y los cables de luz, y me temo que nuestros pájaros citadinos prefieren a los últimos. Es francamente simpático ver a las palomas más gordas del país –me temo que comen mucho mejor que muchos niños–, haciéndose lugar unas a otras para quedar acomodadas en un cable a punto de vencerse por su peso, como señoras mirando una función de circo; a las calandrias escalonadas de cable en cable criticando a la concurrencia, y a los pajaritos dormidos en equilibrio sobre alambres delgadísimos, siempre a punto de caerse. En ese mundo de arriba que mira nuestras torpezas de pie y de rueda, vuela todo: pasa volando la electricidad por los cables, pasan también las voces en susurro por los hilos del teléfono, pasará en algún lugar de provincia el golpeteo nervioso de un telegrafista despistado, y en alguna época alguien soñaba que por los cables corrían los señorcitos que llegaban a bailar a la caja de la televisión cuando la gente la encendía (y siempre se preguntaba, la verdad, cómo era que no jadeaban de agotamiento, cómo hacían para salir siempre rozagantes luego de correr de lado a lado por toda la ciudad, o de cruzar el mar con noticias de la guerra). Y corre, también, como decía, la escritura de pájaros apostados solos o en grupo, una escritura con la que Hitchcock logró construir una trama verdaderamente amenazante y terrorífica, y que para otros es más bien el desordenado patio de butacas de unos espectadores sardónicos. Es un mundo que siempre está sobre nuestro cogote, a punto de ensuciarnos con sus deyecciones un día que bautizaremos como de mala suerte, una red que juega a enredar a los árboles y contiene nuestra respiración.

Una de las costumbres más misteriosas que uno puede presenciar en las ciudades es la que consiste en lanzar un par de tenis a los cables y dejarlos colgados de ellos, las agujetas amarradas entre sí. Tal vez es una extraña manera de pisarlos, de caminar por los cables acompañando a los pájaros y desafiando el peligro de electrocución, sustituir el pie con el zapato burlón. Quizá es parte también de la lengua que hablan los zapatos, los cuales aparecen siempre en los lugares más extraños, entre los restos de las catástrofes o en lo alto de los rascacielos. Y a esa lengua se une últimamente la de los graffitis escritos en los puentes más elevados o arriba de los anuncios espectaculares, obra de seres que sólo volando pudieron haber alcanzado esas alturas.

Pero los cables terminarán por desaparecer, y con ellos el susto de verlos dar, de vez en cuando, latigazos eléctricos cuando alguno de ellos es derribado por la lluvia o por los temblores. Ya se ve en la parte más turística y bonita de la ciudad el cielo como debía de ser en el siglo xix, la calle con sus luces que se antojarían de gas, si no fuera por los diseños nuevos de los faroles que han sustituido a las bombonas con las que algún nostálgico de la belle époque las adornó alguna vez. Ya la electricidad corre por debajo de la tierra y pronto esperamos que sea la luz del sol la que ocupe su lugar, ya las voces y las imágenes viajan de ida y vuelta a los satélites en plan fantasma. En las tardes los pájaros tendrán que regresar a los árboles, como antaño, a armar en ellos su chismorreo de provincias y a pelear a aletazos por la butaca más despejada.