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Verónica Murguía
Los frutos de Montaigne
El año pasado, en una feria de libros en Estados Unidos, conocí a dos editores del National Geographic. Fue una de esas pláticas de feria: con un café y galletas en las manos y entre dos presentaciones. Algo dijimos los tres sobre Robert Byron –el autor de The Road to Oxiana–, y sobre cuánto lo amamos. Entonces la conversación se encendió: subimos la voz, nos reímos de verdad. Éramos desconocidos, afines y habíamos bebido mucho café. Les conté de un artículo escrito para este mismo espacio en el que comparé a Byron con Bruce Chatwin, de cómo estos dos viajeros encontraron en Afganistán un paisaje severo y exigente, tribus de gente hermosa y grave. Les dije que todo eso lo escribí para hablar mal de la guerra y de George Bush. Les pareció bien.
Al separarnos me dieron sus tarjetas y me pidieron que escribiera algo para ellos. “No viajo mucho. Apenas dentro de mi país”, les dije. Me respondieron que no importaba qué tan lejos se iba, sino cómo se veían las cosas. Me recomendaron la antología de escritos de viaje que iban a presentar, prologada por Paul Theroux. Dio la hora, se rompió la taza y cada quien se fue a su presentación.
Tengo las tarjetas frente a mí ahora mismo. No me he atrevido a escribirles, ni siquiera para saludar. Padezco una especie de timidez que me paraliza. Cada vez que voy a dar un paso semejante, escucho una voz que me dice, como en la niñez: “No te luzcas.” Es una voz como de película de Cecil B. DeMille y todavía no puedo hacerme la sorda.
Pero un don debo agradecerles a los dos amigos súbitos que hice en Estados Unidos, además de su generosa oferta: después de leer el libro de crónicas de viaje me seguí con antologías de ensayo de la misma editorial. Los mejores ensayos estadunidenses de 2014, 2013, 2012 y 2011. Estoy feliz y me siento muy acompañada, rodeada de ensayistas que tocan todos los temas posibles con talantes muy diferentes.
Por ejemplo, leí la crónica de Kevin Sampsell acerca de su propósito de suicidarse y cómo, mientras pensaba en su decisión, se vio obligado a impedir que otra persona se tirara de un puente. Ese hecho lo impulsó a valorar la vida. En otro volumen, leí cómo Dudley Clendinen se despide del mundo y anuncia su decisión de suicidarse debido al avance de la esclerosis lateral amiotrófica que padece. Los dos, perfectos.
He leído sobre la pobreza, la edad, el fracaso, la alegría, el amor, la enfermedad. Leí la crónica de Vanessa Veselka, quien escapó de un asesino serial y cuya historia fue convertida en un episodio de Criminal Minds; leí la sonriente historia de Richard Schmitt, un académico que fue cirquero y que abandonó a los Ringling Brothers y su trabajo de funámbulo por la universidad; otro, de un exmormón que contrasta la realidad con las ideas que tenemos de su Iglesia; uno más sobre el arte de disecar animales. He leído sobre surfear en las mañanas; la historia de un hombre al que se le muere la esposa en un viaje y otra sobre cómo es salir de la cárcel después de dieciséis años encerrado. Leí a Donald Hall, poeta laureado de Estados Unidos, y la descripción de sus días ahora que tiene ochenta y siete años; a Zadie Smith, a Alice Munro.
Abundan los ensayos sobre la guerra de Irak. Leí uno muy explícito sobre los ménages à trois y varios de personas que sobrevivieron al abuso sexual infantil, entre ellos el naturalista Barry Lopez, un autor que ha escrito libros bellísimos sobre los lobos y cuyo tono sereno al describir su experiencia me dejó hecha un mar de llanto.
Una de las características que me ha cautivado en esta inmersión es la franqueza. Sospecho, y algún día trataré de confirmarlo, que el ensayo escrito en español adolece de una especie de rigidez que se nota en los pies… de página. Desde las primeras traducciones de Montaigne, hechas por Diego Cisneros y leídas por Quevedo y Lope de Vega todo parecía admirable y, al mismo tiempo, demasiado franco, personal, íntimo y desenvuelto.
En nuestra tradición no abunda esta soltura, esa naturalidad. En este momento sólo me vienen a la mente dos ensayos así de sinceros, uno de Alberto Chimal, otro de Francisco González Crussí, dos escritores notables por su prosa y su inteligencia, que abordan el tema de la infancia con rigor y franqueza.
Yo no puedo escribir así, y lo lamento mucho. Cada vez que quiero hacerlo me pasmo. De los cielos baja una voz que me ordena entre truenos y luces: “No te luzcas.” Y me estoy.
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