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Nostalgia ochentera
México se ha vuelto otro tan distinto al que conocimos que brinca la nostalgia y otorga vigencia al adagio tonto del tiempo pasado que fue mejor. A mí me da por extrañar los años, no muy lejanos, en que todavía creíamos estar a un paso de la modernidad; el progreso y el primer mundo eran todavía meta posible que albergaba infinitos cauces hacia la prosperidad y no un tinglado de estafas, escenografía discursiva que no se traga nadie con un dedo de frente.
Hace treinta años México era el summum de “ojos que no ven, corazón que no siente”. Muchas eran las cosas que parecían inmutables, cotidianas. Hacía su aparición la computadora, herramienta fascinante de propiedades increíbles, como jugar Space Invaders o almacenar, sin una sola hoja de papel, casi un libro entero en un disco flexible… el rock era intocable a pesar del New Wave, atrás habían quedado esos bochornosos desfiguros de la música disco; el Challenger llevaría seres humanos hasta Plutón, el cine renovaba a Drácula y ofrecía divertidas aventuras en el futuro antes de que las películas se volvieran “franquicias”, que es una elegante manera de decir “se nos acabaron las ideas”. Mad Max sólo había uno, y Michael Jackson, aunque a muchos nos pareciera sobrevaluado como compositor y cantante, era un afroamericano excepcionalmente dotado para el baile. Lejos estaba de convertirse en una bruja blanca come niños. Los curas en México no eran sinónimo de pederastia y la mayor parte de la televisión, aunque aburrida y zalamera como siempre, mantenía una suerte de respetuosa relación con la audiencia y con el gobierno, que no era de su propiedad. Había una sola empresa televisiva y hacía el juego de palafrenero al gobierno pero también el contrapeso informativo con los medios gubernamentales, que los había. Los programas de humor hacían reír, inventaban chistes en lugar de refritearlos, aunque ya las telenovelas eran sinónimo de porquería. Había, sin embargo, programas de concursos de conocimientos. Estados Unidos era todavía un reino inexplorado y si podíamos visitarlo, sobre todo lejos de su frontera sur, se nos veía como seres exóticos, pintorescos. No éramos sinónimo de drogas y violencia, sino de mariachi, chile y desmadre.
Los chamacos podíamos ir a ver a la novia en bici. Había tienditas en las esquinas de los barrios y las ciudades no estaban uniformadas de Oxxos. El narcotráfico campeaba casi como ahora, pero con cierto decoroso sigilo. Igual corrompía policías y políticos pero había una especie de código que mantenía los pleitos puertas adentro, y los barones de la droga no permitían que nadie se les saliera del huacal: si cualquier infeliz empezaba a vender drogas por su cuenta o, lo impensable, cerca de una escuela, era al día siguiente esa nota roja de la que era mejor no hablar mucho: con el tiro de gracia en una cuneta. El mercado interno de las drogas era marginal y no conocíamos la frase “una docena de cabezas aparecieron...” No había videos de degollinas ni de masacres.
Había represión y guerra sucia, pero de alguna manera focalizada. La sombra vergonzosa de Tlatelolco mantenía a raya a los perros del sistema y a ningún mentecato arrebatado se le ocurría, o si se le ocurría reprimía el impulso, aventar soldados o granaderos a madrear o balear a una multitud que protestara por lo que fuera. Despreciábamos al presidente en turno por cabrón y por corrupto, pero por lo menos era capaz de articular ideas propias y hasta de dar muestras coruscantes de retórica. Y sabía manejarse con alguna dignidad en el extranjero, y tenía cultura general. No teníamos por presidentes analfabetas funcionales. Difícilmente se hacía ver el mandatario mexicano como un pelele de trasnacionales o extranjeros, y aunque tuviera su cuota de influencia, Estados Unidos tenía que recular constantemente en sus constantes intentos de injerencia. Éramos todavía y verdaderamente un país petrolero y con posibilidades reales de riqueza. Éramos dueños de nuestra agua, y de nuestro oro, y de nuestros bellos litorales. Decir “México” no evocaba un serpollar de desapariciones y ejecutados ni tantas extorsiones ni feminicidios ni secuestros como industria. Éramos mano de obra, no mafias imbatibles ni ejércitos de sicarios rompiéndole la crisma al país entero. Salvo ocasionales, perturbadores atentados, no morían candidatos ni periodistas a puñados. No había pueblos fantasmas. Ni miedo en un carnaval. Y entonces, llegó el neoliberalismo.
Y todo se fue, para decirlo con esmero coloquial, a la chingada.
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