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Rene Magritte, The Familiar Objects, 1928
Admitir que existimos simplemente como
consecuencia de una invención nos aterroriza
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Rene Magritte, The False Mirror, 1928
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La primera persona me preocupa/ pero sé que no es mía:/ todos somos lo mismo/ todo es uno/ uno es todo,/ cada hombre/ es, al fin,/ todo este mundo/ y el mundo/ es un lugar/ desconocido....
Hugo Gutiérrez Vega, “Por favor, su currículum”
Quizá no soy más que la ventana a través
de la cual el mundo mira al mundo.
Italo Calvino, Palomar
¿Puede existir un verdadero humanismo en la actual sociedad del consumo espectacularizado? ¿El individualismo, ya sea materialista o idealista, es un aspecto del humanismo o es su rival más astuto y funesto? ¿El humanismo es un baluarte que protege al hombre de modelos deshumanizantes, o una jaula que lo recluye en sus límites? ¿Acaso la identidad es un gallinero donde no caben los dos gallos del individualismo moderno y del humanismo real? Las reflexiones que siguen surgieron de estas preguntas.
El espacio de la identidad
Todo lo que realmente importa se esconde al dividirse en dos ante los ojos del hombre. La dualidad siempre es la superficie que enmascara lo real y, al mismo tiempo, el sancta sanctorum de todos los secretos del mundo. En la vida social, el Otro nos permite contemplar nuestra imagen reflejada en él o sumergirnos en el misterio de la otredad, para tratar de entender lo real sin recluirnos dentro de las fronteras, a veces demasiado angostas, de la identidad personal. Es la otredad la que nos ha obligado a reflexionar sobre el espacio de la identidad.
Filosofías y religiones han manejado el tema identitario en casi todos sus discursos. También la literatura y el arte han cosido algunos de sus mejores muñecos con los hilos colorados de la identidad. Y ni hablar de los pináculos húmedos con los cuales el psicoanálisis ha decorado el castillo de arena del individuo.
Sin embargo, la identidad sigue siendo una interrogación incómoda sobre lo real, dado que cuando es abordada sin miedo y sin anteojeras, en lugar de proporcionar nociones abre un espacio vacío. Por eso todos los días nos inventamos a nosotros mismos utilizando lo que el mundo nos brinda o lo que en el mundo vamos buscando. Es exactamente lo que ha señalado Eric Hobsbawm, con referencia a grupos, instituciones, naciones y jerarquías en su libro esencial La invención de la tradición. Según el insigne historiador británico fallecido en 2012, las tradiciones inventadas son un conjunto de prácticas simbólicas y rituales que inculcan normas, comportamientos y maneras de pensar en continuidad con “un pasado histórico oportunamente seleccionado”. Son, a final de cuentas, instrumentos para enfrentar momentos de crisis o situaciones nuevas. El pasado como legitimización del presente y el presente como continuación del pasado.
También la identidad fundada sobre el ego, con su plétora de rituales cotidianos y patrones simbólicos, a través de la repetitividad construye una continuidad entre pasado y presente. Cuando nos vemos como la manifestación de un ego, necesitamos reconocer que somos individuos con una historia que tiene un sentido. En eso resulta que no somos diferentes de las colectividades. ¿Será porque también la identidad personal es la ensambladura de unos cuantos fragmentos heterogéneos?
Esta necesidad de un pasado congruente se refleja en la necesidad, para las colectividades como para los individuos, de un futuro racional y sugestivo. Y es por eso que adoramos nuestros fines como si fueran divinidades que pueden liberarnos de la infelicidad de nuestros medios. Entonces, el futuro, para sostener la idea de progreso –su creación más hipnótica y, al mismo tiempo, más frágil– trata de dar al presente la única función de anticipación de lo que pasará. En este épico y aparente camino para alcanzar la redención, la felicidad, la revolución o la riqueza en el futuro, el individuo se torna una singular representación de la ansiedad, es decir, la suma de los deseos que lo acosan delante de él. Solamente la genialidad de Escher podía tratar de dibujar la ilusión óptica de esta identidad personal.
Los mitómanos del pasado, de una extraordinaria y perdida Edad de Oro, son generalmente catastrofistas que en el futuro no ven más que escombros para poder alimentar su fe en un origen puro que se corrompe con el tiempo.
Los mitómanos del futuro, de un constante y creciente avance hacia lo mejor, están, al contrario, inclinados a ver en el pasado solamente oscuridad y barbarie, un montón de desgracias que, entre más se regresa en el tiempo, más se vuelven intolerables.
En un momento dado de la historia occidental, estas dos visiones del tiempo humano se alternaron en el papel de idea hegemónica que plasma el sentir colectivo. El mito de una antigüedad edénica hecha de hombres sabios y de dioses que se mezclan con la humanidad, ha sido suplantado por el mito de un futuro siempre más poderoso e inteligente, donde todo mundo tendrá riqueza y bienestar, o justicia y libertad. Hasta la crisis económica y ética a nivel planetario de los últimos años, este mito ha resistido todos los ataques externos y hoy se ha relajado solamente en el sentido común que, desafortunadamente, no es la plataforma de nuestras relaciones con la realidad en la sociedad del consumismo espectacularizado.
Sea como sea, quien paga la cuenta de esta polarización entre pasado y futuro es el presente, que no es ni la actualidad de los medios ni la instantaneidad del mundo virtual. Esta desertificación del presente –arrasado por las pandillas de la memoria que no permite al individuo experimentarse como novedad, y saqueado por las milicias del futuro que deportan cualquier realidad a los gulag del porvenir, de la posteridad –es una ventaja muy cómoda para la identidad fundada sobre el ego.
En efecto, el presente verdadero es muy peligroso para el ego, porque revela la inconsistencia de los deseos y miedos que lo constituyen, y que moldean, en el bien y en el mal, al personaje que llevamos por el mundo presentándolo como el muy estimado señor o licenciado Yo. Ese intérprete de nuestras imaginaciones, ese actor que en las pláticas dice incesantemente “yo soy uno que…”, es el paraguas bajo el cual amontonamos pedazos de pasado y de futuro, de evocaciones y ambiciones que nada tienen que ver con la vida que experimentamos en el presente. Siempre tratamos de eludir lo real colocándolo en un más allá. Este es el mensaje sutil de Jesús cuando le preguntaba sobre cuándo vendría el reino de Dios, y contestó: “El reino de Dios no viene con señales visibles, ni dirá: ¡Mirad, aquí está! o: ¡Allí está! Porque he aquí, que el reino de Dios está dentro de vosotros.” (Lucas, 17, 20-21).
Una libertad postiza y patrullada
Debido al concepto de identidad personal, que toma forma en un cuerpo, el individuo descubre su pequeñez Adentro de la infinidad. Por eso trata de registrar con los códigos de la racionalidad todo lo que ve y de cercar con los conceptos lo que la mente imagina. Sospecho que esta disciplinada y encerrada en los corrales donde todo asume la forma de una noción, puede nacer del horror que nos atrapa cuando la organización del pensamiento deja escapar por un instante la siguiente intuición: la existencia que se reconoce en un cuerpo y una mente necesita de la invención de la identidad personal para poder percibirse como real.
Admitir que existimos simplemente como consecuencia de una invención nos aterroriza. De hecho, rechazamos a priori semejante hipótesis y nos encerramos en las certezas de los caminos trillados que dan vida a la figura tranquilizadora del sentido común. Es cierto que los más creativos –artistas, intelectuales, místicos y rebeldes ideológicos– siguen otros caminos, y, sin embargo, ellos también corren el riesgo de recluirse en el laberinto de su creatividad siempre bien patrullado por los guardias del yo, es decir, por los conceptos y el conocimiento.
Al final de cuentas, al mirarlo bien, el sujeto que creemos ser es, sobre todo, un conjunto de simples costumbres mentales.
Si reconocemos esta necesidad artificial de unir existencia y una corporeidad a través de la individuación de un yo delimitado; si reconocemos el hecho de que esta condición es la de nuestra realidad cotidiana, entonces la definición de la identidad propia se torna un cuento interminable que, con su prolijidad, trata de esconder la falta de una verdadera trama. De todas formas, puesto que el hombre no puede tolerar no tener una identidad personal concreta, se persuade de haber simplemente olvidado el guión del cuento de sí mismo y sigue esbozándolo a grandes rasgos, mientras trata, incesante e inútilmente, de darle una estructura definitiva y convincente.
Las costumbres como brasier de la identidad
El mar predilecto del archipiélago identitario es el de las cosas obvias y repetidas al grado de no tener ya ninguna necesidad de legitimarse. Es el mar donde la inconsistencia de la identidad logra ocultarse incluso de los más minuciosos mapas de la racionalidad.
Aun así, algunas islas del archipiélago son detectables para el radar de la consciencia, pues un dolor extremadamente traumático o un fatal hechizo de amor pueden correr la cortina que esconde los hábitos mentales que más frecuentamos y así permitirnos verlos al desnudo.
Figura decorativa que representa la pintura de Rene Magritte,
El hijo del hombre, ©Fundación Magritte Herscovici C., 1964 |
De repente, entonces, nos podemos dar cuenta de la inutilidad e irrealidad de los sueños que hemos seguido y de los temores que nos han perseguido. Nos podemos dar cuenta de que hemos sido curiosamente intolerantes con lo inevitable y resignados con lo evitable.
Fieles a la imagen a la que creemos es conveniente parecernos, hemos encomendado a las costumbres, utilizadas como corsés y correas, la tarea de moldear nuestro perfil. Es así porque nos asusta la posibilidad de que algo en nosotros pueda liberarse del espejo identitario para explorar los terrenos más allá de su reflejo, donde según el ego, hic sunt dracones. La identidad es entonces la acumulación de rutinas y la pretensión de ensamblarlas en una forma.
El yo como título honorífico
Conceptos, relaciones, significados, nombres: todo lo que la identidad inventa, encuentra o rastrea es lo que la define. Con una especie de animismo psíquico, sus creaciones son consideradas sus manifestaciones espontáneas y no lo que realmente son: camuflajes o escondrijos.
En efecto, esas palabrillas con las que decoramos nuestra identidad –licenciado, director, ingeniero, abogado, presidente– no son nada más que píldoras para la autoestima o la arrogancia. Incluso el pronombre yo no es más que un título honorífico, un título continuamente ostentado en las conversaciones para aglutinar todos los elementos disonantes de nuestra personalidad. Resulta una imagen que oscila entre lo que queremos ser, lo que tememos que ser y lo que queremos que los demás piensen que somos. Además, con una orgullosa intención estética, a esa figura le atribuimos una personalidad estable e inequívoca.
La identidad es entonces también la suma de los pensamientos sobre nosotros mismos que más utilizamos para describirnos. Esos pensamientos tienen su origen en una maraña de acontecimientos cotidianos, genes hereditarios, recuerdos cristalizados, deseos temporales y aspiraciones reacias a la realidad del presente. Pensamientos que, por no aguantar su accidentalidad, se organizan en un archipiélago dando vida a una identidad con un nombre y una forma.
El movimiento de la atención
La identidad tiene una forma, pero flotante y huidiza, porque surge de una base motriz oculta aún más flotante y huidiza: la atención. Por su naturaleza, la atención vaga incesantemente por el mundo con el único motivo de posarse momentáneamente sobre un objeto que la seduzca, hasta agotar su involucramiento y buscar entonces el próximo objeto que la cautive. Ese objeto nuevo y atrayente permite a la atención seguir moviéndose. El movimiento es, para la atención, su esencia y su savia, su respiro y su alimento, su posibilidad de prosperar utilizando la energía psíquica del ego.
El dinamismo forzado producido por la atención es lo que hoy se llama multitasking, para ennoblecer la agitación transformándola en acción. Con este movimiento perpetuo de la mente –que sigue tareas, deseos y miedos– los perfiles de lo real resultan borrosos y la identidad se contenta con ser una aproximación vacilante.
El sistema económico del consumo espectacularizado, que se encarga de prometer a nuestros proyectos materiales y ambiciones inmateriales una realización futura, utiliza esta incertidumbre identitaria para fortalecerse y legitimar sus productos ante los ojos de los consumidores. De hecho, hoy la definición de la propia identidad es la adaptación de la imagen que nos representa a los modelos de identidad más publicitados y exitosos. Así se llega a este extravagante uroboro psicológico: imitamos nuestros mitos para ser nosotros mismos.
Entonces, la identidad es la simple organización artificial de un magma indiferenciado e ilegible o, a lo más, una encrucijada de elementos heterogéneos que se entrelazan casualmente dentro de una subjetividad que los retiene.
El posible aprieto de la dualidad
Los primeros cercamientos (enclosures) que han convertido terrenos de dominio público en propiedades privadas no pertenecen a la historia económica, sino a la de de la psique. La empalizada que por primera vez delimitó y separó un territorio es la que está puesta entre el yo y el mundo. Muchas civilizaciones del pasado mantuvieron la cancilla abierta para las exigencias colectivas de la comunidad, que podía entrar en ese terreno cada vez que fuera necesario para restablecer el orden compartido. Sin embargo, con el paso del tiempo la cerca entre el yo y el mundo se ha reforzado y cerrado hasta tornarse una verdadera frontera, espesa, insuperable e invisible.
Si la línea entre yo y mundo había nacido para permitir al sujeto tener los instrumentos adecuados para adentrarse en la realidad material, hoy en día, ensanchándose enormemente, se ha vuelto la sede misma de la identidad, un área videovigilada, no tanto por un ojo externo como por quien la ocupa. De aquella demarcación inicial descienden todas las otras, y las líneas que hoy separan al yo y tú, hombre y Dios, deseo y realidad, natural y artificial, espacio y psique, son los lugares donde vivimos tratando de encarnar y exhibir una identidad que sigue siendo desconocida.
Rene Magritte, The Invention of Life, 1928
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En ese espesa zona fronterizo se ha enraizado también la tendencia general a la hibridación, al emparejamiento de los opuestos, la mezcla entre visible e invisible, público y privado, distancia y cercanía. La misma mezcla sexual entre masculino y femenino, que pertenecía a los dioses, ha sido conquistada por el ser humano cuando la sexualidad ya no es el espacio misterioso donde la especie embruja sus ejemplares, sino la cuna de la omnipotencia individual.
Si esta tendencia a cultivar el mestizaje de las experiencias y a establecerse en los límites que dividen territorios diferentes tiene consecuencias profundas sobre la percepción de uno mismo y del mundo, y si el precio a pagar no es tan alto como para asustar a quienes lleguen allí, entonces la identidad disfrutará de nuevos espacios para salir de la celda donde ejerce su papel de guardián de la dualidad y podrá interrogarse sobre su verdadera esencia.
Lo que ya es innegable es que los confines entre blanco y negro hoy son más borrosos que nunca. Eso provoca en mucha gente angustias, rudos rechazos, sensaciones de anarquía y descomposición ética de la sociedad. Otros, al contrario, se electrizan y tratan de caminar como acróbatas en el alambre que separa las cosas. Los unos y los otros reaccionan con sus características personales al Zeitgeist. Lo que importa es que este deterioro de las líneas de la dualidad puede favorecer la exploración del yo. Así es porque la identidad que conocemos siempre está entre dos realidades o dos lecturas de la realidad, y pone en comunicación los opuestos creados por la dualidad. Yo y tú existen solamente si la identidad los reconoce como diferentes. De esta forma, la identidad señala que es real y necesaria. ¿Pero qué pasaría si la dualidad no fuera reconocida como la cimentación de lo real?
Las visitas de las identidades
Si la identidad nació como falsa evidencia provocada por una demarcación arbitraria entre individuo y mundo, surge la duda sobre si la sílaba yo indique no tanto un sujeto como una simple intención. Al final de un largo sueño repleto de miedos y deseos, quizás se puede llegar a la rendición de aquel personaje que hemos creído ser. Mientras tanto, la identidad sigue siendo un fingimiento necesario. Y a pesar de ser una construcción evanescente, un mapa sin territorio, una trama sin inicio y sin fin, nos obliga a considerarla real para poder llegar a desenmascararla.
Como sabe quien se acerca al invierno de la vida con la sabiduría de quien ha vivido todo lo que podía vivir en el bien y en el mal, no es posible llegar a una condición de plena satisfacción sin cruzar todas las identidades propias que, una vez sobrepasadas, se revelan como simplemente haber sido unos reconocimientos a los cuales nos gusta dar la dignidad de elecciones o decisiones.
Aprender a acoger con tranquila indiferencia todas las diferentes identidades, claras y oscuras que en el curso de la vida nos visitan por un tiempo dado en la cueva del yo, es entonces la premisa necesaria para aspirar a liberarnos del yugo, férreo aunque ilusorio, de la identidad conceptual.
“Mi nombre es Nadie.” Con este engaño, junto con la estratagema de ocultar su cuerpo debajo de un carnero, Ulises logra liberarse de Polifemo. Las astucias del vino y el valor para cegarlo no son suficientes. El nombre y la forma del héroe deben ser negados para que pueda huir del cíclope y de su despiadada voracidad.
Ulises y Polifemo son dos figuras que, como todos los mitos de primera clase, pueden iluminar muchas situaciones. Aquí agrego una más.
La relación entre el héroe y el cíclope es la relación entre el individuo y su mente, entre el verdadero yo y el pensamiento que quiere delimitarlo. Nos indica cómo la identidad (Ulises) puede liberarse del control de las nociones (Polifemo) y pasar por sus redes: con la ingeniosidad y la audacia, claro está, pero al final, sobre todo con la lúdica y alegre negación de sí mismo.
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