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Sergio Hernández: Blanco de plomo
A Sergio Hernández (Santa María Xochistlapilco, Oaxaca, 1957) le ha gustado siempre contar historias. Su imaginación desbordada ha dado lugar a una iconografía personal que despliega un sinfín de personajes recurrentes que se entreveran con su zoología fantástica en escenas que evocan temas tan variados como el Popol Vuh, el Apocalipsis, el circo, por mencionar sólo algunos. Su pasión por la literatura lo ha llevado a recrear personajes como Moby Dick y el vizconde demediado de Italo Calvino, entre muchos otros que, de varias maneras, han aparecido una y otra vez en sus pinturas, interactuando con toda suerte de insectos inimaginables. Sus aventuras literarias se mezclan con sus sueños y pesadillas que se desprenden de sus historias personales de la niñez transcurrida en el seno familiar en la mixteca oaxaqueña. Siempre me ha parecido que sus pinturas, pletóricas de materia y una paleta intensa en la que resaltan los azules cobalto, rojos fulgurantes y verdes vegetales, reflejan en buena medida el talante apasionado e inquieto de este artista que explora continuamente los vericuetos de la cocina pictórica y las numerosas posibilidades de la creación gráfica. Quienes conocen la obra de Sergio Hernández seguramente la relacionan con un colorido explosivo y con el gusto por contar historias, lo cual nada tiene que ver con su trabajo reciente. Blanco de plomo se titula la serie que se presenta actualmente en el Centro de las Artes de San Agustín (CaSa) en Etla, Oaxaca, y es una selección de una extensa serie de pinturas realizadas sobre superficies de plomo en las que el artista ha estado experimentando a lo largo de los dos últimos años y que por primera vez se exhibe al público. Algunas piezas preliminares se expusieron el año pasado en la Galería de Arte de la Universidad Autónoma de Puebla (BUAP), pero hace ya muchos años que no se presentaba una muestra extensa de su trabajo. De ahí la importancia de esta exposición que, adicionalmente, rompe con todos los esquemas de su trabajo anterior y abre la puerta a un universo plástico inédito en su carrera.
Blanco de plomo I y II, Sergio Hernández
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Blanco de plomo se refiere al misterioso material pictórico utilizado desde la Antigüedad, según las crónicas de Plinio y Vitruvio que describen su preparación a partir de plomo metálico y vinagre. Digo “misterioso” porque su elaboración en sí tiene mucho de alquimia y su uso a lo largo de la historia ha tenido destinos inconcebibles: fue el único blanco utilizado en pinturas de caballete hasta el siglo XIX y se usó incluso como base para el maquillaje de reinas y damas de la aristocracia. Las obras de Sergio Hernández resultan misteriosas a primera vista, y su carácter enigmático crece a medida que el espectador se adentra en las capas de blancos líquidos, que alternan entre zonas níveas etéreas y otras más densas. Dice el autor: “Yendo y viniendo por el taller Restauro de Manuel Serrano, descubrí que necesitaba una técnica que me permitiera dibujar con mucha agua. Yo rumiaba el color como las vacas. Quería pintar en el aire con agua –sin tocar la superficie– la piel de su tersura o su blancura. Quería abarcar el espacio en su totalidad.” Y efectivamente, el resultado es tan delicado que cuesta trabajo entender la complejidad del proceso. Casi diríase que son pinturas no figurativas, porque apenas se perciben presencias en su mayoría vegetales sobre la superficie plúmbea que recibe flores y plantas –y otros elementos como pieles de serpiente y cocodrilo– que quedan impresos a partir del proceso químico como huellas fósiles de una sutileza extrema. El pH de las plantas se encarga de plasmar el color. “Todo es una epifanía, es una aparición”, comenta Sergio frente a una de sus obras en la que se distinguen apenas las siluetas de unas flores de loto ingrávidas entre una constelación de minúsculas estrellas centelleantes. A decir del artista, interviene la mano humana pero no directamente, sino conforme él lo provoca y así las formas surgen de la epidermis de la superficie de plomo.
Este trabajo tiene sus orígenes en un viaje reciente a Japón, en el que Sergio captó la belleza interior del arte zen. “Antes de pintar un bambú tiene que crecer dentro de uno”, expresó Su Dongpo, poeta, pintor y calígrafo del siglo xi. Así se perciben los Plomos, de Sergio Hernández, poemas visuales que me remiten a otra hermosa premisa de la filosofía zen: el instante que el hombre contempla la Naturaleza, es el instante en que la Naturaleza se hace consciente de sí misma.
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