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Agustín Ramos
Otra temporada en el infierno (I DE III)
Un vacío se llena con otro vacío. Si esto no es una ley, lo parece.
La extinción de frutos de temporada se compensa con temporadas de consumo.
Consumo religioso: reyes, candelaria, ceniza, cuaresma, semana santa.
Consumo laico: la bandera, la mujer, Juárez, Zapata, el trabajo, Puebla.
Consumo híbrido: primavera, madres, maestros y elecciones...
Elecciones. ¿A quien, entre quienes gobiernan o suspiran por hacerlo, le
importamos? ¿Puede fortalecerse la democracia con una campaña publicitaria
tan aberrante como cualquier otra? ¿De cuándo a acá interesa la opinión de los
gobernados a quienes desgobiernan o buscan gobernar?
Con veintitantas mil desapariciones forzadas y cien millones de cerebros sumergidos en una lavadora conducida por muñecas inflables, muñecos de ventrílocuo y árbitros en subasta, en México sólo parece realista la aspiración de igualar y superar a Alemán, a Salinas y a quien plasmó el apotegma de que un político pobre es un pobre político; el enriquecimiento ilícito es la aspiración política de los artífices de nuestra democracia –desde las supernovas ministeriales hasta el polvo galáctico que vigila garitas, pasando por los cometas intelectuales.
Hoy ya no da risa la inocencia del munícipe que se apuró a deslindar a Apatzingán del ataque a las Torres Gemelas para que no la fueran a confundir con Afganistán.
Hoy hemos progresado y la semejanza, más que en el sonido de los nombres, está en los hechos de guerra.
Hoy la política sólo es un gran negocio, vital.
Grande, porque los sobrantes del latrocinio se destinan a vigilar y castigar en un clima de paz porfiriana. Vital, porque la putrefacción es el suelo donde arraiga y florece la delincuencia organizada, la única posible; la delincuencia impune que alienta, explica y justifica el cada vez más frecuente protagonismo militar y paramilitar, protagonismo que se trenza, por un lado, con el acallamiento político de las conciencias y, por otro, con el atraco permanente a los hogares por parte de Conagua, CFE, Telmex/Movistar, SAT/Segob, SNTE, Televisa/TV Azteca, La Banca, La Radio y, of all people, el ine y su arco iris partidario.
Sin embargo, quizá no sin razón, la democracia se alaba como “el mejor de los sistemas posibles”.
Y aquí cabe la siguiente precisión: se da por sentado que la palabra “democracia” designa al sistema capitalista, antiguamente opuesto al por ventura extinto “socialismo realmente existente”; así que ahora en vez de decir “sistema capitalista en su fase más salvaje”, se dice “neoliberalismo o sistema democrático global regido por el mercado”, y todos quedan contentos.
Se le alaba, digo, confiando en la posibilidad de construir un mejor futuro día a día, con pequeños actos de valor cívico como votar. Se le respeta, acatando el mandamiento de participar en los comicios aun cuando resulten mascaradas ofensivas y rituales opresivos, o bien –más bien muy mal– se acude a éstos con el propósito pérfido o necio de ganar unas elecciones que siempre han sido más o menos fraudulentas.
Los oportunistas hacen su agosto en esta temporada de langostas. Pero la gran ganadora será, ahora más que nunca, la mencionada lavadora de cerebros, la principal acreedora de los ganones nominales. Porque esos ganones deben quedar bien.
Sea con grupos de presión o con aliados, en el mejor de los casos donde las brujas del pragmatismo cuecen puras habas.
Sea, en el peor, con traficantes de la lectura de información escogida y sesgada, del crimen organizado y desorganizado, de las transnacionales de la aculturación y la devastación.
O sea, en la normalidad democrática, con industriales de la materia y el espíritu, con mercaderes de huesos y de carne (porque de otros ya no hay).
Entonces, ¿vale la pena votar para que después, después y no antes de las elecciones de junio de 2015, haya motivos suficientemente poderosos para una nueva reforma electoral que inhiba, evite y si es posible hasta prohíba las trampas que se descubran, detecten, comprueben e inventen en un proceso ya para entonces irremediable?
Entre la candidez de quienes creen y el realismo de los cínicos está la resistencia. Jacques Rancière advierte: “No se trata de desesperanza. Es una tensión profunda. Mucho trabajo futuro para quien no quiere morir idiota. ¡Y peor para los que estén cansados!”
Pero también la deshonestidad, no sólo el cansancio, ha empedrado de buenas intenciones el camino de México a este infierno.
(Continuará)
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