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Verónica Murguía
Soñar despierta
En la primaria, para lo único que era yo pasable era para contar historias. No fui buena para los estudios porque era distraída y mala para la aritmética. Cada vez que veía un quebrado, me daba dolor de panza y jamás pude dividir. La división, con sus números adentro y afuera, el resultado arriba y todo eso, se me figuraba una casita. Llegaban los invitados (el número por el que iba a dividir); se armaba una pelea; el resultado se subía al techo y los perdedores se iban al sótano. Los números de mis techos jamás coincidieron con los de mis compañeros.
Cada clase de aritmética era una sesión de demencia temporal: yo veía en el pizarrón cosas que nadie más: el dos se convertía en un pato, el tres en medio muñeco de nieve, el ocho en el muñeco entero, el cuatro en una silla al revés, el nueve en un señor cabezón y cabizbajo… Cuando la mecanización avanzaba, igual avanzaba el estrafalario desfile de criaturas que yo veía, cada una con su asunto, ninguno de ellos aritmético. Bailes, corretizas, edificaciones, de todo. Por supuesto, reprobaba y reprobaba y me hundí en cuarto, cuando tuve que repetir año.
Tampoco fui buena deportista –esto es decirlo con una lítote: era pésima y corría en la dirección equivocada todo el tiempo– y nunca saqué buenas calificaciones en las actividades manuales. En la secundaria tuve dieces en cocina, aunque supongo que esto se debió a mis poco ortodoxas prácticas para salir del paso. Si la receta pedía un jitomate licuado, que las demás llevaban ya convertido en un líquido rojo pálido y espumoso en vasitos de Gerber, yo compraba el jitomate, lo metía en tres bolsas de plástico y lo tiraba desde el tercer piso. Quedaba perfecto, no totalmente disuelto y sumamente apachurrado.
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Pero era buena para contar y escuchar historias y me apasionaban, como ahora. Así, siempre busqué y tuve amigos, aunque tengo una vena un poco arisca, pues quería saber y opinar acerca de todo: de si existía el señor rabioso que según los niños rondaba por la escuela (ignorábamos que la rabia es mortal y nuestro Coco vagó durante años echando espuma por la boca), que si los papás, las mascotas, los maestros y de mi parte, los tiburones (como muchos niños me hice fanática de los tiburones), El libro de la selva y las novelas de Julio Verne.
Leía con pasión y transmitía lo que podía a quien se dejara. Recuerdo una época feliz llena de terrores, leyendo a mis amigas La hora del vampiro, de Stephen King en el recreo, tiradas en el pasto y yo con la espalda apoyada en un arriate. Con que alguien me diera un Boing de guayaba yo me daba por pagada y leía y leía en voz alta. Algo formidable tiene ese libro que a las diez de la mañana las descripciones nos daban miedo. Muchos años después, en Canadá, cuando iba por una vereda nevada con un cementerio de un lado y un bosque del otro mientras la oscuridad caía, tuve miedo, de ese miedo purísimo e irracional de la infancia. En minutos se hizo de noche, negra como tinta. No importaron ni la edad, ni las experiencias, ni la conciencia clara de lo absurdo que era asustarse.
Las lápidas estaban cubiertas con espesos capuchones de nieve y el frío hacía que me dolieran los ojos. El bosque parecía un castillo negro y ominoso. “Pues qué mensa –pensé– porque desde aquí se ve la carretera y las luces de los coches que pasan.” Y zas, que un párrafo entero volvió a mi memoria, en el que un niño mira las luces de los faroles y se dice lo mismo antes de que se lo chupe el vampiro.
Corrí, como en las películas, metiendo la pata en todos los agujeros, jadeando y haciendo ruiditos de perro hasta que llegué, aterrada, adonde me esperaba mi marido. Apenas pude explicarle por qué me había espantado de esa forma. No tuve miedo de los pumas, que sí hay y se comen lo que camine, ni de los caribús, que también abundan por ahí. Tenía miedo de un vampiro con ojos incandescentes, recuerdo de un libro leído en la prepa.
Leer es lo que hago mejor. Leo con pasión, sin orden ni concierto, asomada al libro con todo: fuego con fuego, como pedía Henry Miller. Dejo de lado la comida, el ejercicio, el trabajo, la casa. Me meso el pelo mientras leo, feliz, alejada, ahíta de palabras, de imágenes, de mundos construidos con el material más humilde y democrático: las palabras.
No sé por qué hay gente a la que no le gusta leer. Supongo que lo mismo decían mis maestros de mí: ¿cómo es posible que esta niña no pueda dividir?
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