Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 15 de febrero de 2015 Num: 1041

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Campbell y La era
de la criminalidad

José María Espinasa

El quehacer editorial: adrenalina pura
Edgar Aguilar entrevista
con Noemí Luna García

Batis para neófitos
Fernando Curiel

En el Sábado de
Huberto Batis

Marco Antonio Campos

Recuerdo, Huberto
Bernardo Ruiz

El multifacético
Huberto Batis

Luis Chumacero

Batis y el amor
a la palabra

Mariana Domínguez

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Perfiles
Ricardo Guzmán Wolffer
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Verónica Murguía

Nomás checo mis mensajes

Hace tiempo vi en el periódico una foto de un mural reciente del artista inglés Bansky en el que dos amantes se besan mientras cada uno mira por encima del hombro del otro el teléfono para checar el correo. Me pareció al punto, aunque tristón. Luego leí que la mitad de los estadunidenses que participaron en una encuesta admitieron que escudriñan el teléfono mientras hacen el amor. Eso me pareció a medias ridículo y a medias alarmante. Si, como sabemos, la mente nos impide vivir plenamente en el presente porque, o nos lleva al futuro o nos ata al pasado, el teléfono amplía esa dislocación.

Todos hemos interrumpido algo por el teléfono celular, propio o ajeno: conversaciones, clases, lecturas, comidas, siestas. A mí me fastidia, a otros les vale. El espectáculo de una familia sentada en la mesa de un restaurante, cada uno con su pantalla, me provoca melancolía. He visto, hasta ahora, cuatro. Los niños jugando, la madre mirando un catálogo de no sé qué, el padre absorto en una hoja de Excel.

La verdad, a mí el solipsismo ajeno, elegido libremente, me importaría un pepino si no fuera porque: 1. la gente maneja, escribe textos y atropella a otros y 2. cualquier criminal con un teléfono puede registrar hechos horribles que los medios están obligados a recoger y que la gente mira con fruición embruteciéndose (estos son los días terribles del asesinato de Moaz al-Kasabeh a manos de isis).

La discusión del derecho a saber, de la banalización de la muerte y la pornografía de la violencia es urgente, pero el tema no lo voy a tratar aquí porque requeriría mucho espacio. Baste con mencionar que los fotógrafos de guerra se entrenan y preparan para registrar las imágenes; que hay quien queda marcado de por vida al hacerlo y que la mínima pantalla del teléfono no le da contexto a esas víctimas y su dolor. Seguro que hay valía en muchos registros, pero otros son propaganda del horror, como lo de isis.

Una de las ventajas de no usar iPhone o teléfono inteligente es que, en lugar de mirar el teléfono, observo a la gente mientras ellos lo hacen. Se ha dicho, y se hacen bromas y estudios, que la forma de relacionarnos, al menos en esta parte del mundo, ha cambiado de manera irreversible desde el advenimiento del teléfono inteligente. Que los gestos con los que los individuos se alejaban momentáneamente del grupo, quizás escudados tras un cigarrillo, una libreta o el silencio, ahora se han transformado en la relación con un grupo, en el que hay desconocidos, por medio de un adminículo del tamaño de una mano. Estoy segura de que es verdad, aunque no sé si sea bueno.

Hace meses leí que Steve Jobs no permitía que sus hijos tuvieran iPads. Busqué la entrevista para redactar estas líneas (y no andar inventando) y sí: en septiembre del año pasado el periodista Nick Bilton y Evan Williams, el inventor del blogger y el Twitter, limitaban o prohibían el acceso de sus hijos adolescentes a los gadgets con lo que se habían hecho ricos. El más estricto era Jobs, quien de plano prohibía las pantallas. Bilton, quien se había imaginado la casa de la familia Jobs como el paraíso nerd, con iPods de regalo para las visitas, sintió que viajaba en el tiempo. En la casa de Jobs no había muchas pantallas. Sus hijos tenían, eso sí, miles de libros de papel.

En el café miro, además de a las personas que conversan entre sí, a muchas que se hacen compañía mientras se dejan hipnotizar por el teléfono. Se dice, incluso, pero me parece una tontera, que nunca se ha leído tanto como ahora porque las personas leen mensajitos. Sin necesidad de atender estadísticas, uno puede distanciarse de esa optimista afirmación. Es como decir que la gente está bien alimentada porque anda por ahí masticando chicle.

El cigarro, tan impopular ahora, me parece mucho menos inoportuno que un mensaje o timbre telefónico, pero soy muy celosa de algo que va desapareciendo y que se llamaba “vida privada”. Además, el cigarro como que la consagraba, pues cuando uno guardaba silencio y fumaba, aparentaba cierto talante filosófico. Se hablaba con el otro envuelto por el humo, se preparaba para escuchar o decir, verbos que describen actos ya anticuados.

No sé por qué no puedo participar del entusiasmo con el que todos miran sus pantallas. Y quizás, lector, así es como lees esto que escribo.

Es decir, no hay remedio.