Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 15 de febrero de 2015 Num: 1041

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Campbell y La era
de la criminalidad

José María Espinasa

El quehacer editorial: adrenalina pura
Edgar Aguilar entrevista
con Noemí Luna García

Batis para neófitos
Fernando Curiel

En el Sábado de
Huberto Batis

Marco Antonio Campos

Recuerdo, Huberto
Bernardo Ruiz

El multifacético
Huberto Batis

Luis Chumacero

Batis y el amor
a la palabra

Mariana Domínguez

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Perfiles
Ricardo Guzmán Wolffer
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Ricardo Guzmán Wolffer

Bradbury, el poeta policíaco

A Roberto Carreño

Antes de que llegara a la fama mundial como uno de los grandes escritores de ciencia ficción, el maestro Ray Bradbury intentó con afán ser autor del género policíaco: a principios de la década de los cuarenta, sus cuentos aparecían en Dime Detective, Dime Mistery Magazine, Detective Tales y Black Mask. Una de sus mejores recopilaciones es Memoria de crímenes.

Ya desde sus iniciales relatos policíacos se podía ver una peculiar forma de divulgación científica: en la mayoría hay un dato acreditado que sustenta la trama o algún diálogo. En “El pequeño asesino”, un recién nacido mata a sus padres; uno de ellos le explica al doctor qué pasaría si, por cualquier causa, un niño entre billones naciera lúcido, capaz de pensar instintivamente: le bastaría fingir que es una criatura indefensa e ignorante para hacer lo que quisiera; cierto de que no tiene moral, pero sí decisión de eliminar a sus padres, que conocen el tipo de hijo que han engendrado. Se trata de un relato con crímenes pero con un misterio avasallador, casi terrorífico, donde el bebé de meses terminará por enfrentar al doctor que blande un escalpelo. En “Muere un hombre cuidadoso”, el protagonista padece de hemofilia y debe cuidarse de cualquier derrame sanguíneo.

Especialmente por estar escribiendo una novela donde habla sobre el narcotráfico y sus participantes, entre ellos su exnovia, quien se divierte más con el vendedor de droga. Al final, la novia lo deja sangrando a la mitad de la montaña. Todo indica que morirá si no llega a un hospital, pero, qué demonios, “¡qué día tan espléndido para pasear!” Al borde de la muerte el personaje ríe frenéticamente ante el reto que su traidora novia le ha puesto. En medio de sangre y devastación, la rabia por seguir vivo deja a un personaje entrañable en las cercanías de la inmortalidad literaria. Incluso en estos relatos “menores”, la vena heroica, donde la vida es grandiosa, brota: efecto que llevaría a niveles máximos en sus novelas señeras.

Este guiño a la divulgación científica que caracterizó a la inicial ciencia ficción, conocida como “dura”, mezclada con muertes y bajos fondos de los cuarenta, encumbran de nuevo a Bradbury, más si se le añade una intención poética, a veces a rajatabla y a veces sutil. En “¡Me quema!” estamos en un relato contado por el muerto, ante la esposa que coquetea con un reportero, los detectives y policías y el forense que revisa el cadáver. Pero su narración es distinta: “Estoy muerto./ Descanso aquí, dormido, y estas personas son los fragmentos de mis sueños sin sangre.” La hermosa viuda es descrita continuamente como un leopardo que se lame las patas, satisfecha de su cacería. Al final, cuando sabe que sólo será la noticia del día siguiente y, tal vez, el perpetuo miedo infantil inconsciente de la pequeña vecina que lo ha visto tendido, sabe que será cremado, pero espera que, ese día, a su esposa y demás involucrados en levantar su cadáver, una mota se les meta en los ojos. “Una mota de ceniza gris”, como si su alma tuviera un último refugio en esas motas de su cuerpo quemado que vuelan para anidarse en los ojos que lo han visto y, tal vez, le sirvan para mirar el mundo de nuevo.

Bradbury, no obstante, no deja el humor. Su detective expolicía Douser no necesita de golpes o armas para acabar con los delincuentes: logra desesperarlos y a unos los enloquece, literalmente, y a otros los lleva a tal grado de confusión que terminan por matarse entre sí. Una novedad del género.

La veta oscura anidaba desde joven en Bradbury, según demuestran “Media hora de infierno” y “Circo de cadáveres”, entre otros. En el primero matan a un ciego, pero luego nos enteramos de que previamente esa víctima  había sido el victimario de su asesino, al sacarle los ojos, y todo por la novia en disputa, que termina casándose con un tercero, sólo por el detalle de que éste no es ciego. En “Circo” logra una historia paralela a los “Freaks” de Browning en lo que parece un clásico planteamiento de cuarto cerrado: matan a uno de los siameses, el cual es separado del moribundo y luego se dedica a buscar al culpable. La monstruosidad termina por ser interna, no física.

Además del inevitable crimen, cada cuento tiene un componente de mayor peso, generalmente relacionado con la fantasía oscura o con agentes perturbadores de la psique básica. Bradbury pone en su lugar a autores más reconocidos en el género policíaco: un autor completo, capaz de brillar en distintas áreas literarias sin perder la calidad. Bradbury, el imperecedero.